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Francesc-Marc Álvaro | Barcelona, un debat d’idees impossible
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01 dic 2011 Barcelona, un debat d’idees impossible

Creo, como ha escrito Daniel Innerarity, que son los hechos los que acreditan las ideas y no al revés. Y también creo, como nos recuerda Raymond Aron, que la experiencia nos enseña que debemos juzgar a las personas por lo que hacen y no por lo que dicen. La política es acción. Una acción sustentada en algunos principios y vinculada a intereses en conflicto. Y la ciudad, como más alta plasmación de la política y espacio de esta, es fruto de muchas decisiones acumuladas en el tiempo, y también resultado de azares y dinámicas no previstas que inciden sobre la voluntad de los individuos. Pero toda ciudad, también Barcelona, es un espacio de las ideas donde se confrontan –o deberían confrontarse– posiciones diversas que tienen, sobre el tablero, la misma legitimidad para ser formuladas y que, en un proceso constante de intercambio, ganan o pierden credibilidad ante la ciudadanía.

Barcelona, la capital de Cataluña, una gran metrópolis europea, debería dar cabida a un debate ejemplar de ideas. La Barcelona abierta, la que siempre miró hacia el norte, la que acogió a exiliados de medio mundo, la que supo recibir y relanzar las vanguardias artísticas, la que entrelazó identidad, cosmopolitismo y modernidad a través del catalanismo, la que fue punta de lanza de la lucha democrática en las Españas, la Barcelona cruce de sensibilidades y criterios tiende, desde hace muchos años, al monólogo. Se trata de un monólogo ideológico en el que las ideas centrales de una socialdemocracia lenta de reflejos son sustituidas y desplazadas por un magma de discursos alterglobalizadores, neolibertarios, neocomunistas, antiamericanos, antisemitas y antioccidentales. Todos estos elementos dan lugar a un confuso caldo antipolítico y populista que obtiene parte de su proyección gracias a la sobrerrepresentación de la que disfruta en los medios (sobre todo los públicos) y en los entornos académicos y culturales. Esto provocó, durante la primavera y el verano pasados, que la revuelta de los llamados indignados tuviera en Barcelona un perfil más caótico y mucho menos reformista que el mismo movimiento en Madrid.

Es, sin embargo, a la derecha de los valores socialdemócratas, en el espacio en el que conviven los principios democristianos, liberales y conservadores, donde Barcelona manifiesta una verdadera anomalía. Veo esta situación como una asimetría inercial que transforma cualquier debate de ideas en una competición tramposa donde los jugadores hegemónicos no reconocen al jugador contrario el derecho a sostener aquello que sostiene. El hecho de calificar por sistema de “neocon” o “ultraliberal” toda posición que no encaje en su ortodoxia da medida de esta desfiguración permanente. Quien no se adhiere a la corriente dominante es expulsado de la conversación y solo excepcionalmente, como cuota legitimadora de precarios equilibrios tácticos, puede aparecer brevemente en los espacios desde donde se fabrica y se administra una ideología abrumadora que –paradoja enorme– deviene la más oficial de todas, a pesar de representarse como hipercrítica con el sistema, a pesar de proponerse como una impugnación rupturista de este.

Los ciclos electorales inciden relativamente poco, cuando menos hasta ahora, en este fenómeno. La hegemonía ideológica es una y la hegemonía politicoinstitucional es otra. Con todo, es una evidencia que el socialismo catalán, sobre todo durante la etapa del alcalde Pasqual Maragall, alcanzó y mantuvo muchas complicidades con el mundo de los creadores y del pensamiento, forzando el choque con todo aquello que, según se decía, representaban el pujolismo y Jordi Pujol. El axioma falso según el cual el nacionalismo catalán es aquello retrógrado opuesto a una Barcelona que encarna la modernidad permitió crear, con dinero público, una serie de plataformas y pantallas potentes para consolidar un dominio ideológico a largo plazo. El hecho de que Pujol diera prioridad a la competición electoral en el eje catalanismo-españolismo (que era lo que favorecía su oferta) aplazó sine die el combate ideológico en el eje derecha-izquierda. El singular papel de una parte importante y activa de la Iglesia y del mundo educativo, tradicionalmente ubicados en unas coordenadas muy precisas desde la transición, ha tendido a reforzar muchas premisas del progresismo local y ha impedido la penetración de otros puntos de vista; el imaginario escolar, influido por un sindicalismo corporativo y rígido, descansa, muchas veces, en consignas de una ultracorrección política que mata el pensamiento.

Con todo, las cosas han cambiado. El gran debate de ideas pendiente en Cataluña ya no es entre visiones más a la derecha o más a la izquierda. Estamos en un nuevo contexto, de más riesgo. La crisis económica, la endogamia de los partidos, la sospecha generalizada sobre los políticos, el hundimiento de los programas socialdemócratas en Europa y la emergencia de movimientos populistas de todo color han restado relevancia al debate derecha-izquierda y han puesto sobre la mesa una discusión más grave, que se pretende nueva pero que tiene resonancias de la peor década del siglo XX: el debate entre partidarios de la democracia que tenemos y partidarios de liquidarla de manera expeditiva para instaurar no se sabe qué. Los que impugnan de arriba abajo la democracia representativa niegan que esta se pueda reformar y hacen el siguiente recorrido: primero, proclaman que los políticos no les representan y, después, en un triple salto mortal argumentativo, afirman que, en realidad, no representan a nadie, y que el pueblo, por lo tanto, toma la calle para edificar una nueva legitimidad. Los millones de votantes de los partidos se convierten así en almas extraviadas que han de ser salvadas por la vanguardia concienciada de un movimiento que, por pura intuición, sabe perfectamente lo que quiere la ciudadanía, aunque no acepta someterse a las reglas de las urnas porque, según repite, se trata de un juego adulterado. Romper este pensamiento circular es imposible.

En Barcelona, esta reacción antipolítica cuenta con la adhesión entusiasta de la vieja intelectualidad, fascinada por un espectáculo que tiene todos los componentes de lo que Bernard Crick denomina “política estudiantil”, que identifica con “la actitud del que prefiere pensar en construir la ‘Nueva Jerusalén en la verde y hermosa tierra de Inglaterra’ a considerar las mejoras vulgares y limitadas pero inmediatas que una victoria electoral puede suponer para el electorado”. En este sentido, es interesante observar como algunos de los más destacados mandarines de la cultura y la academia de Barcelona, con cargos de responsabilidad que dependen de las instituciones democráticas y con control sobre presupuestos públicos, consiguen desdoblarse y actuar como inspiradores y valedores de este fenómeno frontalmente antipolítico, representando un doble papel desde la comodidad de hacerse pasar por outsiders cuando son insiders de lujo, gestores con poder efectivo sobre parcelas de realidad nada despreciables.

La desigual y ambigua relación de la sociedad catalana con el poder del Estado, desde la derrota de 1714, ha alimentado todo tipo de alborotos e insurrecciones, y también ha ido modelando la figura del intelectual como actor público. Estar lejos de Madrid relativiza la responsabilidad de las élites, todo parece de guasa. La Semana Trágica, el pistolerismo de los veinte, los Hechos de Mayo, la clandestinidad antifranquista, el underground libertario de la primera transición, todo esto son imágenes potentes, irresistibles, que invitan a la emulación nostálgica. Sobre todo entre aquellos que creen tener toda la razón porque, hace muchos años, sintiéndose dioses, saltaron por encima de la hoguera.

Otoño (octubre – diciembre 2011)