18 ene 2012 Fraga i la desfiguració
Dediqué un libro a interrogarme sobre el relato oficial de la transición –Els assassins de Franco– donde hablaba de algunas figuras clave de aquel periodo. Me ocupé de analizar un personaje como Manuel Fraga y otros como Santiago Carrillo, mediante un ejercicio de vidas paralelas que aconsejo hacer a todo el mundo porque es muy iluminador. Hay más almas gemelas de lo que parece y ciertas ideologías, aparentemente opuestas, son bastantes parecidas si se aplica bien el microscopio a las biografías.
Carrillo, que trató y amó tanto a los Fraga que había en Rumanía y otras dictaduras del bloque soviético, tenía que acabar por fuerza entendiendo y apreciando al ex ministro franquista que quería encontrar un lugar en el nuevo sistema, de la misma manera que Fraga, que sentía admiración natural por los Franco de todo el mundo, como Fidel Castro, no tenía más remedio que ponerse de acuerdo con el líder del comunismo español, que combatía aquí una tiranía que, en cambio, encontraba adecuada para otros países. Las actitudes unen más que las ideas y, al fin y al cabo, Fraga y Carrillo justificaron la conveniencia de unas u otras dictaduras y, después, fueron capaces de evolucionar, de renunciar a dogmas, y acabaron dando lecciones de democracia. Por eso hay que valorar positivamente la aportación que estos dirigentes hicieron al objetivo más importante que tenía nuestra sociedad en 1975: evitar una nueva guerra civil. Esto debe reconocerse sin tacañería.
Con la muerte de Fraga ha pasado como con la defunción de Juan Antonio Samaranch. Son desapariciones que sirven para mirar hacia atrás y hacer balance. Y cada uno pone el foco sobre la parte de biografía que más le complace en función del relato que quiere explicar. En el caso de Fraga, unos subrayan su papel como padre de la Constitución y domesticador de la derecha franquista y otros remarcan su función como ministro constructor de la propaganda amable de la dictadura y responsable de la represión del Gobierno de Arias Navarro. Una muerte de este tipo también es un momento en el que, a causa del cambio generacional y cultural, ciertos consensos forjados entre 1975 y 1978 son cuestionados, extremo que no debería escandalizar porque demuestra que la sociedad está viva y se hace preguntas. Una sociedad que no se atreve a hablar de según qué por miedo a los fantasmas del pasado es una sociedad inmadura o fosilizada.
Ajustar las cuentas con el pasado es tarea delicada pero necesaria porque somos bestias históricas y tenemos proyectos porque somos capaces de tener memoria. Cada colectividad lo lleva como puede. No hay un modelo ideal, ni en Sudáfrica ni en Chile, ni en Alemania ni en Polonia. La transición, momento fundacional del sistema que ahora tenemos, dio una segunda oportunidad a hombres como Fraga y no sabemos cómo nos hubiera ido si gente como él no hubiera tomado parte en todo aquello. Discutir ahora si eso fue acertado o no, justo o injusto, decente o indecente, es un ejercicio que no aporta nada porque no tenemos una máquina para rebobinar el tiempo y corregir las decisiones de entonces. El verdadero problema –les pido que piensen un minuto en ello– no lo tenemos con los hechos de hace más de treinta años sino con la narración y la presentación actual de esos hechos. Que los jerarcas del franquismo (convertidos o no en demócratas) no fueran juzgados en su momento por ningún tribunal de la democracia naciente no debería implicar que se puedan reescribir sus biografías hasta desfigurarlas ni que los demás simulamos no enterarnos.
El problema es, pues, la desfiguración habitual de la verdad más elemental, documentada y objetivable. De la verdad que es previa, incluso, a interpretaciones de naturaleza inevitablemente subjetiva. Por ejemplo, en el interesante documental de José Luis López-Linares sobre Fraga (Últimos testigos, con guión de Manuel Milián Mestre), el político ahora fallecido hace la siguiente declaración: «Yo no he sido cómplice de ninguna dictadura. La palabra cómplice se utiliza para los que intervienen en un delito, yo sólo tengo motivos de satisfacción de lo que hice entonces en mí propia conciencia. Dictadura, o el régimen extraordinario que fue evolucionando constantemente, yo no contribuí a hacerla. Yo contribuí a irla abriendo para que su sucesión fuera posible en otra dirección». El eufemismo es el primer paso hacia la desfiguración: régimen extraordinario en vez de dictadura. ¿Qué pensamos de los que aseguran que Hitler no asesinó a seis millones de judíos? Los consideramos negacionistas, portadores de una mentira. ¿Qué debemos pensar, pues, de quien se resiste a calificar de dictadura el régimen de Franco? Eso no es discutible, es el grado cero de la verdad. Merece debate aparte, más complicado, su autorretrato como democratizador desde dentro.
La desfiguración, una vez puesta en marcha, tiene inercia. Fíjense: las esquelas publicadas omiten que Fraga fue ministro de la dictadura mientras hacen constar que fue ex presidente de la Xunta de Galicia, ex senador, fundador del PP y ponente constitucional. ¿Por qué? ¿No habíamos quedado en que el interesado sólo tiene «motivos de satisfacción»de su papel durante aquella época? No pido juicios retroactivos ni condenas póstumas; sólo reclamo un poco de respeto por las palabras y un poco de fidelidad a la realidad tal y como fue, nada más.