01 jun 2012 No parlem de la crisi
Son las diez de la noche y me encuentro con un amigo que vuelve de trabajar en el tren. Lo primero que me dice es: «No hablemos de la crisis, por favor». Y añade: «Antes, por la mañana, escuchaba las noticias de la radio; desde hace unas semanas, pongo música o nada, sólo el silencio; ¿sabes que el silencio es cojonudo?». Mi amigo tiene un trabajo que le obliga a estar al día y siempre se ha comportado como un consumidor voraz de información. Hoy, su reacción es idéntica a la de muchas otras personas con las que he hablado últimamente: parece que están mucho más hartas de las nuevas alarmantes sobre la crisis que de la propia crisis y, para sobrevivir, han decidido aplicarse una especie de dieta mediática. Como periodista, el fenómeno me preocupa. Como ciudadano, entiendo perfectamente que vivir pendientes de la temida intervención acaba saturando. «Lo que tenga que ser -proclama mi amigo mientras se desfibra- será, y ya lo viviremos; mientras, necesito respirar».
Seamos sinceros: el relato de la crisis, día a día, hora a hora, nos está desmoralizando más que los datos concretos del drama. ¿Por qué? Por dos motivos: porque los datos varían a gran velocidad y tienden a mostrarnos un escenario mucho peor de lo previsto; y porque esta es una historia que no sabemos cómo seguirá ni cuándo acabará. Eso aumenta los temores y la sensación de descontrol sobre nuestras vidas. Otro amigo que es autónomo y hace lo imposible por salir adelante resume su estado con una frase chocante: «Estoy cansado». Su confesión me deja pintiparado porque él es la encarnación del optimismo y de las ganas de hacer cosas. «Hay días -explica cabizbajo- que no puedo dormir porque empiezo a pensar en lo que me deben, y en cómo ha bajado el trabajo y en cómo serán los meses próximos, y me dan las seis de la mañana».
La realidad se está poniendo tan intratable que las noticias aburren aunque, a la vez, indignan. Entonces, el personal hace lo que siempre ha hecho el ser humano cuando pintan bastos: evadirse un rato, si es que puede. Por eso verán que aún hay gente en las terrazas de los bares (piden menos que antes, según el camarero) y en las fiestas mayores (sobre todo en los actos gratis). Y gente que todavía lee novelas, mira películas, acude al teatro, escucha música y se apunta a cursillos (los que aún no han sido suprimidos) en locales municipales y asociaciones, de cocina, bailes de salón, yoga o fotografía. Para soportar el panorama hay que hacer paréntesis, para limpiar la cabeza de malos pensamientos y poder volver, después, a la selva del malestar y del pasmo. Es imprescindible distraerse, para decirlo como las abuelas.
¿Cómo recordaremos esta crisis? ¿Cómo la explicaremos a los hijos y a los nietos? Tendremos que contar también que, algunos días, aparentábamos que no pasaba nada y tratábamos de reír.