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Francesc-Marc Álvaro | Pecat d’exhibicionisme
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28 sep 2012 Pecat d’exhibicionisme

La más famosa de las denominadas redes sociales, Facebook, vuelve a dar disgustos. La última polémica tiene que ver con mensajes antiguos (de los años 2007, 2008 y 2009) supuestamente privados que ahora, contra la voluntad de sus emisores, han quedado al descubierto en el historial o timeline. Facebook ha dicho que todo es una confusión de los usuarios porque estos mensajes no habían sido nunca privados. Mientras esperamos en qué queda todo esto -las autoridades francesas ya han pedido explicaciones-, el asunto alimenta las típicas conversaciones sobre las bondades y maldades de estos inventos, prolongación de la plaza del pueblo. Una de las reacciones más habituales ante estos casos se puede resumir así: «Que no se quejen tanto porque ya se sabe que utilizar Facebook es entrar en el juego del exhibicionismo».

Detengámonos en esta afirmación. Es difícil negar la premisa: parece indiscutible que las redes sociales, además de favorecer la comunicación, invitan a mostrar la existencia de cada uno con más o menos lujo de detalles. Los expertos hablan de la transformación de la propia vida en un espectáculo non-stop, una tendencia que nos convierte a todos en adolescentes. Podemos pensar que todo lo que hacemos merece ser divulgado siempre entre nuestros amigos reales y virtuales. Facebook, y otras redes similares, pone todas las herramientas a nuestro alcance para que esta manía se pueda materializar fácilmente. Ahora bien, eso no elimina el derecho que tenemos a preservar nuestra vida privada, ni el derecho a ser amparados por las administraciones y los tribunales en esta materia.

Detecto opiniones que consideran como una especie de castigo bien merecido contra el pecado de exhibicionismo el hecho de que acaben convirtiéndose en públicos unos materiales que eran o estaban considerados de carácter reservado, privado o íntimo. Como si nos dijeran, con una moralina vengativa nada disimulada, que nosotros nos lo hemos buscado y que no tiene ningún sentido que nos quejemos porque la compañía de Mark Zuckerberg hace aflorar nuestros secretos. Las abuelas tenían un refrán que resumía esta tesis: «Quien no quiera ver lástimas, no vaya a la guerra».

El exhibicionista no puede lamentarse si, un buen día, ponen su vida en el escaparate sin su permiso. Esta también era la regla de oro de la prensa del corazón hasta hace unas décadas. Antes, las publicaciones dedicadas a los chismes respetaban a los famosos que no comerciaban de manera impúdica con su vida privada, mientras eran implacables cuando se trataba de figuras que vivían de subastarlo todo. Parece que ahora, a ojos de según quien, todo el mundo que utiliza Facebook es potencialmente como las viejas folklóricas del papel couché.

 

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