ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | Rusiñol ens retrata
4802
post-template-default,single,single-post,postid-4802,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

16 may 2013 Rusiñol ens retrata

Los clásicos tienen eso: hablan de ayer como si hablaran de hoy, como si el tiempo fuera una circunstancia puramente accesoria, menor. Llibertat!, la obra de Santiago Rusiñol estrenada hace más de un siglo y que ahora se puede ver en el Teatre Nacional, pone el dedo en la llaga de ciertas actitudes que pesan mucho en esta sociedad catalana de nuestras desazones, a veces idealizada. Actitudes que cuesta denunciar porque descubren demasiadas imposturas y equilibrios construidos sobre falsos consensos, sobre una serie de implícitos que -por pereza o comodidad- nadie cuestiona. Por eso hay que felicitar el adaptador del texto y director del montaje, Josep Maria Mestres, que ha sido más valiente que otros miembros de su gremio al disparar sobre «los falsos progresistas», según sus propias palabras.

Si el asunto principal de la obra fuera el racismo (que no lo es), Mestres no habría abandonado la confortabilidad de la corrección política y el debate tendría poco recorrido. ¿Excepto las minorías xenófobas seducidas por el populismo más destructivo, quién quiere pasar hoy por indiferente ante el racismo? Nadie, obviamente, y menos en el mundo de la creación artística. Mantener la guardia contra el racismo es imprescindible, pero este mensaje es lo que se espera de oficio de las fuerzas de la cultura en una sociedad abierta. Ahora bien, construir una crítica ácida sobre las imposturas que aparecen en torno al racismo y otros fenómenos más embrollados es un ejercicio más delicado, porque implica una disección inusual, molesta, de nuestra tribu. Sobre todo cuando los dardos de Rusiñol/Mestres no tienen como objetivo primero los reaccionarios de siempre, sino personajes simpáticos que hablan a favor de la igualdad, la libertad y la fraternidad. Rusiñol nos mostró que «los buenos» nunca son tan buenos como parece al primer vistazo. Una lección oportuna en este momento, cuando proliferan gurús de todo a cien, prestos a montar el chiringuito de la pureza y el milagro.

Si se compara con otras sociedades, la catalana tiende de un modo muy acusado a separar cómo se vive de los valores que se proclaman sobre esta vida. Decir hipocresía social es demasiado genérico, demasiado vago. Me parece más preciso hablar de imposturas generalmente asumidas. Mestres declaró a la prensa que, con Llibertat!, quería subrayar la incongruencia o inconsecuencia entre lo que pensamos, lo que decimos y lo que hacemos. A mi parecer, el objetivo se alcanza plenamente en este montaje, que hace disfrutar al espectador. Mi único reproche técnico al director es el mismo que le hacía el crítico Joan Anton Benach en este diario: la actualización en clave contemporánea de la parte final de la obra me parece que sobra.

Sospecho que la opinión ortodoxa vinculada al progresismo oficial catalán no se habrá reído mucho con este Rusiñol del TNC. Es una pieza que pone el bisturí en las trampas constantes de unas élites (políticas, económicas, sindicales, culturales) malacostumbradas y consentidas por todos nosotros. Tengo en la cabeza algunos casos que podrían subir al escenario. ¿Se acuerdan de aquella señora que siendo tercera teniente de alcalde del Ayuntamiento de Barcelona se declaró antisistema? Por no hablar de un exdiputado que se había distinguido por examinar con lupa inquisitorial todas las contrataciones del Govern pero no tenía ninguna manía a la hora de presionar a los miembros del jurado de un premio literario al cual se había presentado. O, para redondear el catálogo, tengamos presentes aquellos amigos o conocidos de partidos y sindicatos que formaban parte de los consejos de algunas cajas de ahorros y que nunca -caramba- encontraron nada extraño en determinadas operaciones y decisiones que, después, se han confirmado como extrañas o inadecuadas. Y podríamos seguir agrandando la lista, por ejemplo, con antiguos altos cargos (también de izquierdas) de la administración municipal y autonómica que han sido generosamente acogidos por empresas con vínculos evidentes con el interés público. Si todos los corruptos y beneficiados por las influencias fueran sólo los afines a la derecha, la vida sería previsible y fácil.

La coherencia total entre las actitudes cotidianas personales y los valores que se defienden es imposible y sólo un fanático la desearía. El mundo tiene grises, afortunadamente. Dicho esto, no hay ética pública que se sostenga cuando sectores influyentes de la sociedad han disociado de manera habitual y mecánica lo que defienden públicamente de lo que practican de puertas adentro. Entonces, si la máscara es demasiado gruesa, el cinismo señorea y se produce una pérdida de credibilidad. El problema es que, en Catalunya, estamos más predispuestos a escandalizarnos si una persona de comunión diaria hace abortar a su hija que si un defensor de la escuela pública lleva a sus hijos a un centro educativo de los más exclusivos de la ciudad. En esencia, sin embargo, el fraude moral es equivalente.

La complejidad de la vida aconseja valorar las actitudes más que las ideas, sobre todo porque ninguna retórica -por eficaz que sea- puede corregir la contundencia de los hechos. Vayan a ver Llibertat! y al salir, piensen que también hay gente progresista que intenta vivir como piensa, caso del comunista Jordi Miralles o la socialista Montserrat Tura, capaces de volver a sus respectivos trabajos de siempre una vez dejaron el cargo oficial.

Etiquetas: