31 may 2013 Exorcismes i gintònics
Debe estar subvencionado el bar del Congreso de los Diputados? ¿Se pueden vender bebidas alcohólicas dentro de esta institución? ¿Hasta qué punto es presentable o correcto o ético que un diputado se tome un gin-tonic en vez de un café con leche? ¿Y hasta qué punto es admisible que este gin-tonic tenga un precio por debajo de lo que costaría en cualquier establecimiento? Este tipo de debates han irrumpido en medio de la crisis e irán a más porque -aparentemente- ayudan a confirmar una de las grandes sospechas de nuestra época: la política es el mejor chollo y todos los que se dedican a ella lo hacen para disfrutar de un lote de privilegios y canonjías.
Hemos llegado hasta aquí por tres motivos, no es casual. Primero: la crisis genera malestar y muchos políticos (que deben gestionar los problemas colectivos) parece que no acaban de hacerse cargo de la situación; esta afirmación es injusta porque no tiene en cuenta a los muchos cargos electos que se esfuerzan por evitar que las cosas empeoren. Segundo: la corrupción, que era tenida por un mal menor en época de vacas gordas, hoy es un espectáculo insoportable que intoxica todo lo que hacen o dejan de hacer los políticos. Tercero: ante la pérdida de credibilidad de la política, aparece una moralina justiciera que encuentra mil y un pecados en cualquier cosa relacionada con nuestros representantes.
Discutir sobre el bar del Congreso puede contentar a quien tenga por premisa que nuestros legisladores son, en general, unos pájaros. Como no me permito esta descalificación global, me inclino a pensar que las averías de la democracia tienen otro origen, más complicado y difícil de solucionar. Ahora bien, poner el foco en estos detalles costumbristas permite hacer retratos de trazo grueso y sacar conclusiones que abonan los prejuicios de más circulación. Como también ayuda a reforzar la etiqueta de «la casta», término que utilizan tanto los ultras como los indignados y los predicadores mediáticos.
Ante la gran dificultad de los partidos a la hora de reconstruir la ejemplaridad pública, se opta por hacer exorcismos que nos liberen de los demonios de la calle. Un bonito ejemplo de eso tuvo lugar ayer en el Parlament de Catalunya, que decidió por unanimidad suprimir los teletacs y las tarjetas de Renfe para los diputados. Aquí el ahorro es lo secundario, lo que se pretende es proyectar una imagen de austeridad. Se trata de conseguir que un diputado no sea visto como un criminal de guerra. Lo entiendo. Pero eso me produce la misma angustia que sentí cuando el anterior presidente del Parlament, Ernest Benach, tuvo que renunciar -tras una campaña llena de insidias- a unas mejoras en el coche oficial. Mientras nos tienen distraídos discutiendo sobre gin-tonics y teletacs, nos toman el pelo por otro lado.