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Francesc-Marc Álvaro | L’experiència que no saps
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18 oct 2013 L’experiència que no saps

Se han puesto de moda los yogures helados y, a pesar de la crisis, van abriéndose negocios que los ofrecen, lo cual debe celebrarse. Observo que niños y mayores consumen este producto con gran afición, una tendencia que también se debe beneficiar -supongo- del concepto de vida saludable que se asocia desde siempre a los yogures, que en el pasado se vendían en las farmacias. Hoy en día, todo lo que suene a eco, bio o agro (las tiendas que llevan estas palabras triunfan) tiene el prestigio asegurado y nos permite atiborrarnos con una gran tranquilidad de espíritu. Ahora bien, si les hablo de yogures helados, es porque hace unos días leí que un empresario de este sector decía que consumir los productos de su marca es algo más que comer un láctico, afirmaba que «es una experiencia». Me sorprendió.

Tenía entendido que la palabra experiencia aplicada a las cosas comestibles se reserva a los platos originales de las grandes figuras de los fogones de nuestro tiempo y, en todo caso, a la sensacional cocina de la abuela, gracias a la cual hemos crecido, vivido y pasado momentos de felicidad suprema muchos mortales que no vivimos para comer pero a los cuales nos gusta que este acto sea -si es posible- una manera civilizada, amable y memorable de vivir. Tenía entendido -repito- que las experiencias gastronómicas consisten en disfrutar de la comida de una manera que tendría poco que ver con ir por la calle y comprarse un yogur helado elaborado industrialmente. Por analogía, los de la generación de los pastelitos Bimbo disfrutamos de grandes experiencias cuando, a la hora de la merienda, ingeríamos los míticos Bony o Tigretón, productos que trataban de desplazar a los tradicionales pan y chocolate, pan con aceite y pan con vino y azúcar.

Una vez confesada mi sorpresa por el hecho de que tomar un yogur helado sea calificado de experiencia, me pregunto por qué, en esta época, todo lo que se nos vende acaba siendo definido como experiencia, solemnemente: conducir un coche, lucir unos vaqueros, pasar la tarde en un centro comercial, conseguir la última aplicación para el móvil, reciclar el vidrio o apuntarse a un curso de danza del vientre. Los cazadores de tendencias y otros expertos lo deben saber, pero yo ignoro completamente estos misterios. Soy de los que todavía reservan la palabra experiencia para designar otras cosas. Si todo acaba siendo una experiencia, nada será de verdad una experiencia, en el sentido que damos al término algunos de los nacidos en el siglo XX. Por ejemplo, experiencia, para mí, es haber escuchado en directo a Ovidi Montllor, haber almorzado en una de las comunas más pobres de Medellín, haber leído por primera vez la novela Incerta glòria, o haber descubierto que yo también había nacido en Alaior, Brooklyn y Mollerussa.

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