28 nov 2013 La llengua dels avis
Mi abuelo paterno, Marcos Álvaro, no habló nunca en catalán pero lo entendía; había llegado a Catalunya proveniente de Murcia, de muy joven, durante los años veinte. Mi abuelo materno, Francisco Vidal, nacido en el Principado, hablaba habitualmente en catalán y conocía perfectamente el castellano, idioma en que redactaba la mayoría de los papeles de su labor como representante de una compañía de seguros. Mi padre nació en un hogar puramente castellanohablante e hizo una inmersión natural en el catalán gracias a las amistades, el trabajo, la familia de mi madre y la afición al teatro amateur, cuando la dictadura empezó a tolerar un poco la representación de obras de algunos autores autóctonos. Ni mi padre ni mi madre aprendieron nunca la lengua catalana en la escuela, el franquismo se lo impidió, como a tantas personas. El catalán formaba parte del sustrato de la catalanidad social que, a pesar de las políticas represivas destinadas a borrarlo, se transmitía oralmente al margen de las leyes del régimen. Esta catalanidad prepolítica -reforzada por la resistencia cultural catalanista y por el papel de organizaciones clandestinas como el PSUC- impidió que triunfara completamente la españolización cultural planificada por los ideólogos de Franco. Madrid no ha podido repetir lo que, hace siglos, consiguió París con la Catalunya Nord. Afortunadamente.
Hoy, mi padre habla con sus hermanos -mis tíos- en castellano y en catalán mientras mis primos y yo hablamos en catalán. Los encuentros familiares -bodas, bautizos, funerales- constituyen una buena foto de la realidad lingüística de la Catalunya que algunos, desde lejos, quieren ignorar, desde Wert hasta Bosé, a quien yo hacía más civilizado: utilizamos las dos lenguas sin ningún problema, con naturalidad, en función de la edad de los hablantes, de la costumbre y de otras circunstancias. Aunque yo pienso en catalán, y mis padres me hablaban siempre sólo en catalán, y fui escolarizado en una de las primeras escuelas de la ciudad que utilizaban el catalán como lengua vehicular, el castellano no es para mí una lengua extranjera, como sí lo son, en cambio, el inglés y el francés. Tengo con el castellano una relación intelectual y afectiva más que próxima, aunque no sea mi idioma materno ni con el que escribiría poemas. Toda esta narración personal viene a cuento porque, a raíz del debate sobre la independencia, aparecen opiniones contrapuestas sobre el papel que debería tener el castellano en un futuro Estado catalán. En un país donde parece que todo el mundo quiere ser un poco filólogo y un poco sociolingüista, el asunto no es fácil, sobre todo porque hay inercias y apriorismos que, en determinados círculos, no se han revisado desde hace tiempo. También hay personas que pierden la perspectiva general de lo que ahora está pasando y se limitan a observar su parcela como si el 2013 fuera 1983.
Para resumirlo. Por una parte, hay soberanistas que piensan que el castellano, en una Catalunya independiente, debería tener una consideración legal de acuerdo con lo que representa social y culturalmente, sin que eso implique cambiar las políticas de inmersión escolar y de apoyo a la lengua catalana, que sufre todavía debilidades importantes, como refleja el Informe de Política Lingüística 2012, presentado recientemente. Por la otra, hay soberanistas que no ven necesario que el castellano sea un idioma también asumido por un futuro Estado catalán, a pesar de ser la lengua materna de más del 50% de la población. Yo estoy con la primera posición, porque constato que el atractivo del proyecto soberanista es, precisamente, su carácter cívico más que cultural o identitario. Además, la aparición de plataformas de catalanes castellanohablantes partidarios de la independencia pone en evidencia una nueva sociedad, en la cual los planteamientos clásicos del nacionalismo catalán no sirven para forjar una mayoría que haga posible un cambio histórico de statu quo.
La cuestión es embrollada y los expertos del ramo lo analizan estos días. Entre los sabios de la lengua, hay criterios divergentes, porque no hablamos de matemáticas. Abordar, por ejemplo, el concepto de oficialidad es un campo de minas. Más allá de lo que digan los académicos, me parece que una sociedad como la catalana de hoy no puede ser imaginada sin tener en cuenta que los viejos esquemas noucentistes han sido superados por el paso del tiem- po y por una serie de mutaciones que nos obligan a repensar la manera más eficiente de evitar que la lengua propia de Catalunya sea residual allí donde debe ser más importante. Sin olvidar que el mundo global y el nuevo paradigma tecnológico-cultural hacen indispensable la construcción de estrategias inéditas e imaginativas para mantener vivo un patrimonio que nos define y que nos explica, que nos hace ser universales porque, justamente, somos diferentes.
De la misma manera que hay muchos Fernández, Martínez y Álvaro entre los que votarían sí a la independencia (y algunos Pujol, Pla y Vidal entre los que votarían no), también hay una vivencia de la catalanidad que pasa por la lengua castellana y negarlo no sería inteligente ni constructivo, ni políticamente útil. El desafío que tenemos delante exige que todo el mundo se atreva a revisar las viejas certezas.