27 feb 2014 Carnaval o gairebé
Uno. Estamos en plena semana de carnavales. La fiesta que precede a la cuaresma tiene mala prensa entre muchos, sobre todo desde el día en que las escuelas decidieron montar una especie de festivales que obligan a buscar disfraz desesperadamente para la criatura, o desde el día en que este tipo de celebraciones pasaron a formar parte de la ordinariez salvaje promovida por las administraciones. Soy de una ciudad que, como algunas otras en España, tuvo el dudoso privilegio de poder celebrar carnavales bajo el franquismo, gracias a esas excepciones que el régimen hacía para dar un poco de aire a las élites locales, atraer turistas y vender una imagen amable. En Vilanova i la Geltrú, la adaptación del antiguo carnaval republicano a las exigencias del guión dictatorial dio resultados sensacionales para el museo kitsch, como la figura de la llamada «comparsera de honor», distinción que acostumbraba recibir siempre la hija de algún pez gordo de la situación. Permitir un poco de carnaval era dar la zanahoria en un momento en que -sobre todo a partir de los sesenta- hacía falta olvidar las miserias de la posguerra y evitar huelgas obreras. Hoy, pasados los años creativos y rupturistas de la transición, tengo la sensación de que el carnaval copia -quizás sin darse cuenta- las lentejuelas televisivas y la banalidad que entroniza la guturalidad adolescente. También puede ser -lo admito- que me haya hecho mayor y no entienda nada. Suerte que ciertas advertencias oficiales sobre el uso carnavalesco del uniforme de la Guardia Civil me transportan a la infancia.
Dos. El colega y amigo Pere Martí hizo el otro día un tuit que resume a la perfección el verdadero carnaval que vive ahora Barcelona, el Mobile World Congress: «Los millonarios van con camiseta. Los esclavos con corbata». Exacto. Paradójico. Iluminador. Eso sí que es pura subversión del orden establecido. Que los nuevos ricos globales más admirados vistan como los teenagers mientras nuestros políticos todavía generan comentarios cuando no se ponen corbata es una prueba más de la distancia abismal entre los que modifican de verdad nuestras vidas y los que se promueven para administrarlas. Sugiero un ejercicio al lector ocioso: comparen los vestidos y el lenguaje de las élites tecnológicas que cortan el bacalao en el MWC y los vestidos y el lenguaje de las élites -digamos- tradicionales. Si el fondo y la forma acaban siendo una misma cosa, es evidente y chocante que nunca como ahora la fractura cultural entre los defensores del pasado y los fabricantes del futuro había sido tan abrupta. Entre los ilustrados del XVIII y los románticos del XIX había más coincidencias que entre Zuckerberg y cualquiera de los que dependen del palco del Bernabeu y de los sectores regulados. Aquí, los políticos sólo visten informalmente durante el fin de semana o cuando los partidos celebran congresos o convenciones donde todo está tan aliñado que el simulacro consigue el milagro de hacerse invisible, porque ha alcanzado el nivel de normal y recurrente.
Tres. Hay simulacros y simulacros. ¿Se pueden hacer bromas de carnaval sobre un golpe de Estado? Sí, es imprescindible para la salud democrática. Después del susto de Tejero, recuerdo que la gente de Vilanova (y de muchos otros lugares) hizo el exorcismo de parodiar satíricamente lo que había sido un intento de resucitar a Franco: había que reírse de lo que nos da más miedo. Dicho esto, me pregunto si el periodismo es también un lugar para hacer este tipo de bromas. Depende. A mi parecer, sólo si el experimento aporta algo nuevo sobre el hecho que aborda, no si confirma lo que ya sabemos sobre -por ejemplo- los comportamientos de la audiencia ante un profesional que tiene la etiqueta de fiable. En este sentido, el experimento de Jordi Évole sobre el 23-F es sobrante y fallido aunque sea brillante y se venda como producto para «hacernos pensar». También es un producto que refuerza -quizás sin querer- la versión oficial establecida al caricaturizar las teorías alternativas sobre el golpe. Me interesa mucho la relación problemática entre la verdad y la ficción y, por lo tanto, debería ponerme en el bando de los que defienden este programa, pero su factura impecable no lo salva de su principal problema: genera más confusión sobre nuestra historia reciente que claridad, sobre todo cuando aparecen en la farsa algunas personas que podrían explicar muchas cosas relevantes de aquellas horas inciertas. Los situacionistas propugnaban este tipo de experimentos, pero sabían que el gran riesgo es que te salga el tiro por la culata. Diría que este carnaval histórico de Évole ha acontentado a muchos que, paradójicamente, están lejos de la mirada crítica del periodista.
Cuatro. Andreu Veà, experto mundial en tecnologías de la información, autor del libro Cómo creamos internet y presidente de la Internet Society, considera que la «privacidad es una anomalía temporal que ha durado 150 años» y que, a partir de ahora, las redes sociales nos harán regresar a lo que fue la vida en los pueblos. Dado que conozco al doctor Veà desde hace tiempo y sé que es un amante del carnaval, quiero pensar que bromea un poco con este diagnóstico. En todo caso, es seguro que hoy, cuando todas las paredes parecen transparentes, hay más máscaras que nunca.