06 mar 2014 Coalicions i hegemonies
Si hoy se despertara alguien que hubiera entrado en coma en el momento en que se formó el tripartito en el 2003, se encontraría con que dos de las figuras más relevantes de lo que fue el maragallismo comparten un mismo y nuevo objetivo político -la independencia de Catalunya- desde formaciones diferentes. Ferran Mascarell y Ernest Maragall -consellers del tripartito los dos- ilustran la gran transformación del espacio político marcado por el liderazgo de Pasqual Maragall, la contrafigura de Jordi Pujol por excelencia. Entre antiguos votantes del president Maragall, hay -y hablo de conocidos- personas que hoy optan por Mas, por Junqueras, por Rivera y por Herrera. Es lo que pasa también con antiguos votantes del president Pujol: todo lo que antes quedaba bajo un mismo paraguas ahora se disgrega.
La foto de Ernest Maragall al lado de Junqueras para anunciar una coalición a las europeas pone en evidencia lo que hace tiempo que sabemos: el mapa catalán de partidos vive un proceso de mutación por impacto del proceso soberanista y también por otros fenómenos, como el desgaste de las fuerzas centrales. También deja claro que -al margen de las demandas de unidad de actores sociales como la ANC y muchos ciudadanos de buena fe- los partidos no dejan de hacer sus legítimos cálculos para intentar crecer a costa de los adversarios, como si el contexto no fuera excepcional. Y, finalmente, la foto manifiesta la dificultad de renovar las caras que encarnan los proyectos, dado que el máximo dirigente de NEC es -sea dicho con todos los respetos- un veterano del oficialismo que ha llevado el país hasta aquí; el pedigrí del apellido Maragall va bien a los republicanos, pero la operación chirría si tenemos presente que el eje nueva/vieja política es tan importante para la clientela independentista como los ejes izquierda/derecha o soberanismo/unionismo. Junqueras -que se presenta como un hombre que no tiene nada que ver con los políticos de siempre- va de la mano de alguien que es el arquetipo del político profesional de la transición. Un cóctel agridulce, que podría corregirse si, finalmente, el joven y bien preparado Comín sube al carro.
Mascarell es conseller de Cultura de Mas porque, previamente, se había aproximado al universo convergente a través de la Casa Gran del Catalanisme que, gracias a los buenos oficios del independiente Agustí Colomines, hizo posible que el líder de CiU y actual president contara con apoyos nuevos que habrían sido inimaginables dentro de los viejos esquemas pujolistas; Por eso resulta extraño que ciertos burócratas de partido hayan olvidado tan rápidamente que fue la renovación del discurso convergente -impulsada, entre otros, por Colomines- lo que permitió penetrar en sectores con sensibilidades diferentes y, posteriormente, ganar las elecciones contra el president Montilla. ¿Dónde está ahora aquella ambición de llegar a nuevos espacios? Las buenas intenciones de Josep Rull deberían concretarse con decisiones más valientes de puertas adentro. No hay autoridad sin riesgo.
El caso Mascarell se podía leer como un guiño noucentista de Mas, émulo de aquel Prat de la Riba que -hace cien años- fichaba a un socialista como Campalans para la Mancomunitat. Con todo, y a pesar de los méritos de Mascarell, su larga continuidad al frente de las políticas culturales -antes con unos y hoy con otros- indica que la vieja política es más resistente de lo que pensamos cuando -con demasiada ingenuidad- vinculamos la oleada soberanista a una clausura de las inercias del mundo autonómico. La tensión mal resuelta entre la vieja política real y la nueva política ideal podría suponer frustraciones antes de tiempo en los sectores más movilizados de la sociedad.
Detrás de todo eso hay una dimensión que la competencia entre partidos tiende a enmascarar: el combate por las ideas y por la hegemonía cultural. Es lo que los aparatos de partido confunden con la construcción de un relato. Así las cosas, el soberanismo ha conseguido preponderar en el mercado de las ideas, sobre todo por incomparecencia de una alternativa creíble y por la actitud de los gobiernos españoles, fábrica de independentistas. Pero esto no es la hegemonía cultural, como sabe todo el mundo que pase ante un quiosco, mire los canales de televisión, escuche las emisoras de radio o tenga la paciencia de analizar quién hay en muchos consejos de administración. Que la independencia sea una idea que mucha gente considera posible no ha alterado los equilibrios de poder.
Navarro está enfadado porque la coalición de Junqueras con NEC pone el dedo en la llaga de la progresiva irrelevancia del PSC y los convergentes también están enfadados (pero callan) con el líder de ERC porque estaban a punto de firmar un acuerdo para apadrinar conjuntamente una candidatura de notables y no salió. En la calle Calàbria brindan. Pero estas rabietas y euforias tienen poco que ver con el gran problema de este momento: la creciente desconfianza que contamina los gestos y las palabras en la cocina del proceso soberanista, allí donde se tiende a olvidar que cada pieza implicada necesita de la otra para poder avanzar con garantías de un cierto éxito y sin abandonar a la gente ante la pared. La candidez naïf de unos y la astucia pueril de los otros me da dolor de cabeza.