13 sep 2019 Aulas y mutaciones
Supongo que ejercer de maestro nunca ha sido fácil. Me parece que siempre será poca –aunque sea mucha– la empatía de madres y padres con la tarea de los docentes, a quien –desde hace algunas décadas– se pide –a menudo de manera tácita– que sean una especie de superhéroes dispuestos a educar a los chavales en todo y más; también en lo esencial que los niños deben aprender en el hogar. Las nuevas generaciones de padres –perdonen la generalización injusta– tienen una relación con los hijos que no siempre ayuda al maestro a desarrollar su papel. Sé que el asunto es polémico y que tampoco hay que exagerar, pero es un hecho que la jerarquía del profesor ha sido erosionada por el espíritu de los tiempos, dentro de los que pesa bastante la particular consideración que muchos progenitores tienen de lo que debe pasar en las aulas. A más cantidad de niños sobreprotegidos, más maestros entregados a situaciones kafkianas, de esas que queman.
Son estas algunas reflexiones de comienzo de curso, mientras vemos que la complejidad del mundo contemporáneo cuesta cada día más de ser interpretada dentro de las escuelas. Ante el desconcierto que provocan muchos fenómenos nuevos de nuestra existencia como gente del siglo XXI, hay un discurso que pide, propone y enaltece que las aulas se reinventen de arriba abajo para ver si se puede perseguir el cambio incesante (a velocidad vertiginosa) del mundo que nos rodea. Es un discurso que tiene influencia creciente y que me interesa, pero ante el cual no puedo evitar un ligero pero persistente escepticismo. Desde el respeto a todas las iniciativas, desconfío de grandes reinvenciones didácticas que tienen como preocupación central que el acto educativo parezca otra cosa, que los alumnos quizá se sientan en un lugar que no recuerde lo que es un espacio donde, poco o mucho, hay que vencer la tendencia humana y natural a la comodidad, y donde hay que asumir una batalla con los límites propios para aprender y ser autónomos.
Me dan miedo determinadas euforias que dan por hecho que debemos inventar una nueva especie de alumno
Escribo este artículo con cautela, porque el gremio de los pedagogos podría saltar automáticamente a replicarme que soy un nostálgico y un inmovilista y no sé qué más. Nada más lejos de mi intención que hacer un canto aquí a una escuela supuestamente rígida, autosatisfecha e incapaz de evolucionar; como exniño alumno de una escuela que aplicaba la pedagogía activa durante los complicados años setenta, valoro mucho la creatividad de los maestros y la apuesta por revisar sin manías los métodos. Ahora bien, me dan miedo determinadas euforias que dan por hecho que debemos inventar una nueva especie de alumno y, por lo tanto, una nueva especie de ciudadano. O que, sin quererlo, alimentan lo menos positivo de unas mutaciones sociales que, en algunos casos, exigen una posición –modesta pero decidida– de resistencia cultural. Eso no hace falta.