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Francesc-Marc Álvaro | El gobierno de los sabios
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02 abr 2020 El gobierno de los sabios

Una de las cosas que más me gustan de las intervenciones del doctor Antoni Trilla es que nunca cae en la trampa de sugerir que él, desde su condición de experto en salud pública, sabe cómo hacer frente políticamente a la crisis que nos ha venido encima. Consciente de su lugar y del alcance de sus mensajes, este médico de primer nivel no quiere contribuir a generar el mito –tan presente estos días de incertidumbre– de un hipotético gobierno de los sabios, capaz de hacerlo mejor que los políticos ante la Covid-19. La mayoría de los expertos que son consultados por los medios muestran una actitud prudente parecida a la de Trilla, aunque hay algunas excepciones que –quizá sin darse cuenta y llevados por la vehemencia o por el protagonismo– tienden a crear grandes expectativas y a presentarse como eventuales sustitutos de esos que ejercen gracias al mandato de las urnas.
 
No es extraño que una situación insólita que desborda los parámetros de gestión ordinarios de gobiernos y administraciones alimente fácilmente la fantasía tecnocrática de que los expertos resolverían la situación que los políticos –tan desprestigiados, como nos indican las encuestas– han de torear como pueden, oscilando a menudo entre la sobreactuación, el alarmismo preventivo, la improvisación y la aplicación incierta de la teoría del mal menor. Vale la pena detenernos en este concepto.
 

El triángulo políticos-expertos-sociedad civil es un taburete cojo y mal aprovechado puramente

 
El mal menor es una dimensión puramente política que los expertos no acostumbran a considerar, por una sencilla razón: ellos se ocupan de una parte específica de la realidad, de su parcela de saber, mientras que los políticos, cuando toman decisiones, deben tener una mirada panorámica y polifacética como es propio de quien ha recibido el encargo de concretar la síntesis (lo menos lesiva posible) de los intereses de una sociedad que es plural, diversa y dinámica. Si la crisis de la Covid-19 sólo tuviera en cuenta la dimensión puramente sanitaria (la propia de médicos e investigadores), el reto político sería relativamente abarcable, a pesar de ser enorme. Vivimos una crisis de un alcance nunca visto, que lo conecta todo con todo, de un modo que los gobernantes se mueven en tierra ignota, cogidos de la mano de los que tienen el conocimiento, sus guías; es una crisis también económica, social, política, cultural e, incluso, moral. Por eso la política –la que circula con luces largas– es más necesaria que nunca, y por eso no tiene ningún sentido que nos dejemos llevar por consignas populistas del tipo “más expertos y menos políticos”. El anhelo de ser dirigidos por tecnócratas que saben siempre qué deben hacer es proporcional al desengaño que provocan los gobernantes de turno.
 
El papel de los sabios respecto de los políticos y viceversa lo ha resumido muy bien el profesor Daniel Innerarity, del cual podemos leer –ahora es buen momento– Una teoría de la democracia compleja: “La lógica de los políticos no es la lógica de los expertos. Y no todos los expertos piensan lo mismo. El político debe escuchar las razones de los científicos y actuar con criterios de oportunidad con relación a la gente. La democracia no es un sistema donde mandan los expertos, sino que manda la gente por encima de los expertos. Lo que sucede es que antes de dar una orden, el gobernante elegido por la gente debe escuchar a los expertos”. Si todo el mundo con cargo público siguiera estos consejos, quizá nos ahorraríamos algunos errores y ridículos. Dicho esto, y más allá del olfato de cada gobernante para adecuar los tiempos a las decisiones, hay que admitir que, en este escenario, establecer cuál es el mal menor es más difícil que nunca. La prueba de esto es la controversia que ha provocado la medida de ampliar el confinamiento y ordenar que se detengan todas las actividades que no se consideran esenciales. Conceptualmente, el debate está abierto, con independencia de que muchos coincidan en que una parte de la polémica proviene de cómo el Ejecutivo Sánchez ha sacado adelante la iniciativa, sin preparar las complicidades con los actores económicos y sociales concernidos.
 
A raíz de todo eso, pienso en el papel que los políticos de aquí –catalanes, españoles– acostumbran a dar al conocimiento y a los expertos cuando se postulan. Un político de alto nivel, de un partido de gobierno acreditado, me explicó –hace unos años– la torpe manera con que se redactan muchos programas electorales. Este mismo dirigente me hacía notar la enorme frivolidad que representa que los partidos no tengan muy en cuenta el saber de esos que han trabajado a fondo las diversas materias que informan las políticas. Que la mayoría de votantes no se lea los programas no justifica esta inercia.
 
Deseo que el amigo Innerarity acierte de lleno su pronóstico cuando indica que, a raíz de esta crisis, “habrá una revalorización del conocimiento”. De momento, el triángulo políticos-expertos-sociedad civil es, entre nosotros, un taburete cojo y mal aprovechado, donde se sienta una “sociedad soberbia” –la expresión es del doctor Jaume Padrós– que no pensaba tener que enfrentarse nunca a un riesgo como este.

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