01 oct 2020 Torra o la autonomía como estorbo
Él buscaba un momentum de épica colectiva pero, finalmente, solo ha encontrado un final triste de botella de champán sin burbujas. La inhabilitación del president Torra es un fracaso de la democracia española y también del independentismo catalán. Porque dos cosas son igualmente ciertas: el Supremo ha dictado una medida desproporcionada –como han notado juristas reputados– y Torra se ha jugado el cargo por una batalla simbólica menor que –como le advirtieron todos sus consellers y Puigdemont– ha acabado debilitando el autogobierno.
Rebobinemos. La decisión de poner a Torra en la presidencia una vez era imposible investir a los otros candidatos, después de los comicios celebrados en diciembre del 2017 bajo el 155, ha tenido un efecto funesto para la credibilidad de las instituciones catalanas y, oso decir, para la imagen del independentismo como opción de gobierno. No es solo que el abogado y editor asumiera el cargo de modo explícitamente vicario, el problema tiene raíces más profundas: Torra proviene del sector del independentismo que considera todavía hoy que la transición es el pecado original de los partidos catalanistas, en la línea de lo que Xirinacs –activista emblemático– sintetizó como “la traición de los líderes”.
Sin las herramientas del autogobierno el catalanismo no habría trascendido su carácter de contracultura
Con la conformación del primer Govern tripartito y la apuesta estratégica de ERC por la alianza con socialistas y poscomunistas, este independentismo de las esencias tardó poco en denunciar que el partido que lideraba Carod-Rovira se había “vendido” a intereses espurios. Recuerden que Joan Carretero acabó saliendo del Gabinete Maragall y, posteriormente, impulsó Reagrupament, una versión actualizada del partido Estat Català, que abogaba por la independencia exprés. Torra militó ahí, a la vez que colaboraba con los democristianos soberanistas de El Matí y se dejaba querer por la Convergència que había mamado el “Freedom for Catalonia” a partir de 1992.
Si se tiene todo eso en cuenta, no sorprende que Torra diga lo que dice. En una entrevista en VilaWeb , el 131è president enseña las cartas: “He llegado a la conclusión de que uno de los obstáculos para alcanzar la independencia es la autonomía. Los límites de la autonomía que ha puesto al descubierto esta legislatura también son los límites de lo que significa una autonomía como esta: con interventores, con Mossos, con cualquier colectivo que nos podamos imaginar”. La idea es errónea pero puede ser un calmante en tiempo de frustración y pensamiento mágico. Pone en evidencia que hay entornos inflamados que desean que el independentismo no tenga responsabilidad institucional alguna y se dedique solo a la agitación, porque así no podrá ser acusado de “colaboracionismo” (se utiliza esta palabra de manera nada inocente) con el Estado español.
El fracaso del procés , en los términos agónicos de simulación unilateral que se ha dado, abona –en algunos círculos– la tesis engañosa de que la Generalitat es un estorbo para llegar a una república catalana. Que eso lo diga un hombre que conoce bien la historia del país es paradójico: sin las herramientas del autogobierno –primero la Mancomunitat y después la Generalitat– el catalanismo no habría trascendido su carácter de contracultura y contestación, y muy probablemente no habría podido crear un marco de sentido mainstream ni consensos importantes.
Este menosprecio tan frívolo hacia la autonomía que verbaliza Torra tiene un vínculo con un discurso ahistórico que algunos entornos repiten desde que empezó el procés : el catalanismo es nocivo porque ha impedido separarnos del Estado español. Esta falacia hace abstracción del hecho que, hasta hace cuatro días, el independentismo ha sido minoritario, marginal y absolutamente irrelevante. En esta línea, y según el último inquilino de la Casa dels Canonges, “el independentismo no es una evolución del catalanismo; el independentismo es ruptura; el independentismo persigue una finalidad que es la república catalana y por lo tanto no le sirven los métodos del catalanismo”. La historiografía más rigurosa sí habla, en cambio, de evolución. Jordi Casassas, en su último y magnífico libro Pervivència de Catalunya , explica que la demanda de reconocimiento de los catalanes ha ido cambiando de nombre pero tiene una continuidad indiscutible, eslabones de una misma cadena: “El catalanismo nunca ha retrocedido en su reivindicación particularista; para decirlo claro, nunca se ha dado un retroceso y se ha vuelto de un estadio autonomista, pongamos por caso, a uno regionalista”. El debate está servido: ¿el estadio independentista –que hoy tiene un apoyo electoral muy importante– crecerá, se estancará o reculará?
Pensar que la autonomía es un estorbo contribuye a erosionar el autogobierno y enaltece la pura impotencia a la espera de una ruptura idealizada. Pensar que el catalanismo merece un juicio negativo y que el independentismo tiene que ignorar sus valores pone en evidencia que algunos viven de espaldas a la complejidad de la Catalunya del siglo XXI. Con esta gente –que tildaría de blando a Prat de la Riba– será imposible hacer política. Estamos avisados.