28 ago 2021 El desprecio de la complejidad
El sabio Edgar Morin ha cumplido cien años recientemente. Tuve el privilegio de entrevistarle cuando empezaba en este oficio y descubrí algo que, luego, he confirmado en otras personas excepcionales: los mejores acostumbran a ser accesibles, humildes y claros. Morin no está de moda porque es un clásico y, como tal, no necesita el sonajero de la actualidad. Su mirada humanística, atenta a conectar muchas realidades, nos ha dado lecciones que –presos de la frívola velocidad con que quemamos palabras y conceptos– hemos olvidado estúpidamente. A Morin debemos la teoría del pensamiento complejo, que es hoy más necesaria que nunca, dado el auge del que gozan los discursos falaces basados en una mezcla explosiva de relativismo, irracionalidad, rumores, sectarismo y emocionalidad de todo a cien. Se trata de discursos tóxicos que consumen millones de personas en todo el mundo y que acaban teniendo su espacio en la política y en los medios, incluso en la academia. Es un desastre.
Nuestros políticos –incluyo aquí desde Joe Biden hasta Pere Aragonès, pasando por Ursula von der Leyen, Pedro Sánchez y Ada Colau– deberían leer muy atentamente la obra de Morin. Por ejemplo, a la luz del pensador parisino, el presidente norteamericano tal vez hubiera tenido más en cuenta los efectos indeseados de proceder al retorno de las tropas estadounidenses en Afganistán de la forma en que este se ha realizado. La acción está en el centro de la tarea de la persona política y la define, aunque tendemos a fijarnos excesivamente en las palabras más que en los hechos. Por ello hay que recordar lo que escribe al respecto el pensador francés: “La acción supone complejidad, es decir, elementos aleatorios, azar, iniciativa, decisión, conciencia de las derivas y de las transformaciones”. Y no está de más subrayar algo que, visto lo visto, parece ser ignorado olímpicamente por muchos de aquellos que ejercen alguna forma de responsabilidad pública, también desde la empresa y la sociedad civil: “En el momento en que un individuo emprende una acción, cual fuere, esta comienza a escapar a sus intenciones; esa acción entra en un universo de interacciones y es finalmente el ambiente el que toma posesión, en un sentido que puede volverse contrario a la intención inicial”.
Acaban aterrizando en las instituciones más mediocres de los que deberíamos soportar
¿Cómo hemos llegado a olvidar premisas tan obvias como las que Morin explica con tanto acierto? Estoy tentado de escribir que el origen de estos males está, en España, en la mecánica de captación del personal que se dedica a la política, sobre todo a partir de las generaciones que siguieron a la de los que hicieron la transición. Los filtros de los partidos tienden a ser tan débiles que castigan el mérito y premian la lealtad ciega al líder, de tal suerte que acaban aterrizando en las instituciones más mediocres de los que deberíamos estar dispuestos a soportar. Es una hipótesis plausible.
En todo caso, y como ya somos adultos, deberemos convenir que algo falla también en el interior de nuestra sociedad –no solo en las formaciones políticas– cuando damos por sentado que las decisiones sobre el interés general pueden dejarse en manos de cualquiera, incluso de gentes a las que les costaría superar una entrevista de trabajo normalita. Seamos claros: el ascenso al cargo de algunos (no de todos) ministros y ministras de Sánchez y de algunos consellers y conselleres de Aragonès tiene que ver muy poco con la eficacia, el conocimiento o la autoridad en un determinado ámbito. La argumentación peregrina que alguien me hizo para justificar el nombramiento de cierta ministra y de cierto conseller podrían formar parte de un monólogo humorístico.
El desprecio de la complejidad es aterrador, pero ya lo hemos normalizado. Morin apunta que toda acción, además de ser una decisión y una elección, “es también una apuesta”. Por otro lado, “la acción es estrategia”, que siempre “lucha contra el azar y busca a la información”, aunque también trata de sacar ventaja del primero. A la postre, la incertidumbre de la acción “nos impone la reflexión sobre la complejidad misma”. Pero algunas intervenciones veraniegas de Margarita Robles y de Laura Borràs, por ejemplo, indican que tal reflexión no abunda precisamente por nuestros lares. En Catalunya, sin ir más lejos, nos pasamos todo el rato hablando de la necesidad de forjar grandes estrategias mientras, por debajo de la mesa, le vamos dando patadas al saco de la risa. Añoramos una simplicidad que no existe.