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Francesc-Marc Álvaro | Septiembre padre
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05 sep 2021 Septiembre padre

He ido a recoger a mi padre a la residencia para ir a comer a uno de sus lugares preferidos, que le trae buenos recuerdos. Es la primera vez que podemos hacerlo. Ingresó en la residencia a primeros de julio y, dos días después, las ­autoridades dijeron que se suspendían todas las salidas y las visitas. Desde entonces, he tenido que hablar con él desde la calle, viéndolo y escuchándolo a través de una ventana con una pantalla de plástico de por medio. A medida que agosto se alargaba, la paciencia de mi padre se iba agotando. “Me escaparé” se había convertido en la canción del verano, me la repetía cada día por teléfono.
 
Antes de almorzar, hemos paseado lentamente. El calor ha sido benigno y, además, hemos encontrado una sombra donde sentarnos y ver pasar a la gente. Él se sienta inmóvil, se deja atravesar por el tiempo. Mi padre ha puesto la cara que ponemos todos cuando regresamos de un viaje y redescubrimos las calles de siempre con un cierto extrañamiento, sorprendidos por la inesperada extravagancia de lo más ordinario. La vejez es sentirse extranjero en la propia vida, como le ocurre a mi padre, que no acepta tener casi noventa años, no entiende la broma que le gasta el espejo cada mañana. Su cabreo es cósmico, de sopetón, todo funciona a cámara lenta. Además, la memoria le hace jugarretas. Tres veces habla de mi madre como si estuviera viva o la confunde con mi hermana. Las palabras le son como mercurio en las manos.
 

La vejez es sentirse extranjero en la propia vida

 
Comemos arroz y hablamos. La conversación no distingue entre presente y pasado. Repetimos frases de manera circular, estamos en una noria. Tenemos suerte: entra un poco de fresco por el balcón. Los silencios nos rodean, toman posesión y juegan con los cubiertos.
 
Septiembre ha liberado a mi padre y todo parece más amable. No nos llega el jaleo del mundo. Ando cogiendo a mi padre del brazo, para que no se caiga. No lo había hecho nunca antes.

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