21 oct 2021 Otegi y el sentido de Estado del PP
Que la reciente declaración de Arnaldo Otegi sobre las víctimas de ETA es de importancia histórica solo lo pueden negar los necios o los sectarios, ambos incapacitados para hacer política. Dicho esto, se puede y se debe exigir al líder de la izquierda abertzale que vaya más allá y se puede lamentar que sus palabras lleguen demasiado tarde. Pero –insisto–los matices no deben borrar el valor objetivo de un discurso que representa un cambio de rasante sin precedentes. Otegi, que ha hecho un viaje muy largo y tortuoso, emerge como una pieza esencial de eso que se ha venido en llamar la normalización en Euskadi; he podido comprobar en directo que su capacidad de análisis (sobre la política vasca y española) es lúcida y realista hoy en día, mucho más que la de varios dirigentes políticos de Madrid y Barcelona.
La reacción frontal, intempestiva y agreste del PP ante lo expuesto por Otegi plantea un asunto de fondo que nos lleva a las comparaciones, siempre imprescindibles y odiosas. Comparada con la del PSOE, la actitud del PP pone de manifiesto una espeluznante falta de sentido de Estado, orillado este para dar aire a una estrategia de polarización consistente en presentar como ilegítimo el Gobierno de Pedro Sánchez. Que los populares han hecho un uso torticero e inmoral de las víctimas de ETA es algo que vivimos desde hace tiempo, y algo que contrasta con la contención y mesura con que los socialistas (asolados también por la violencia del mismo terrorismo) han manejado este ámbito tan delicado. Ahora, Casado trata de seguir rebañando obsesivamente en el bote del dolor de las víctimas, como si una década sin ETA fuera un dato irrelevante.
Casado trata de seguir rebañando obsesivamente en el bote del dolor de las víctimas
Con todo, es al hacer la comparación temporal cuando la ausencia de sentido de Estado del PP cobra mayor gravedad, si cabe. Tal vez el líder popular necesite un máster en historia para saber que el fundador de su partido, Manuel Fraga Iribarne, tuvo más sentido de Estado del que él está demostrando en este momento. El hombre que fue joven ministro de la dictadura y luego se reinventó como líder de la derecha posfranquista acabó asumiendo –con mayor o menor agrado– una democracia homologada, con Partido Comunista, autonomías, sindicatos de clase y un marco de libertades que hoy algunos tratan de amordazar. La imperfecta transición –con todos sus defectos y virtudes– hizo posible que Fraga, Santiago Carrillo, Felipe González y Adolfo Suárez (con Jordi Pujol y Xabier Arzalluz) se comprometieran en algunos consensos básicos, a partir de un cierto sentido de Estado.
De Fraga a Casado, parece que la derechona –por usar el término que tanto gustaba a Paco Umbral– ha ido perdiendo sentido de Estado y sentido de la historia (salvo en el paréntesis que fue la primera etapa de Aznar en la Moncloa, asentada en un centrismo obligado por convergentes y peneuvistas), algo que convierte la democracia española en una silla inestable, frágil e incapaz de soportar el peso de una sociedad cuyos conflictos exigen mucha perspectiva y templanza. La incapacidad de Casado para estar a la altura le arrastra a los pantanos antisistema, allí donde Vox y otros agitan los fantasmas del pánico, del odio, del resentimiento, y de una cínica visceralidad al servicio del “cuanto peor, mejor”.
Para los populares, ETA es como el miembro fantasma de un cuerpo amputado, algo que sigue notándose a diario, aliño imprescindible para el ataque al adversario. Es, además, una apuesta políticamente incendiaria, institucionalmente miope y éticamente indigna.