06 ene 2022 Cuento de Reyes
Era el 2 de enero de 1974 y hacía más frío que ahora; en aquellos tiempos, los inviernos eran de verdad y, por ejemplo, nos acostábamos siempre con una bolsa de agua caliente (marca Pirelli), que servía para calentar unas camas friísimas. En la fotografía, se me ve al lado del paje real que, por gentileza de Almacenes El Remate, nos visitaba cada año. El autor de la imagen es Ramir Horro, un fotógrafo legendario –había nacido en Port Said y tenía una vida de película– que se dedicaba tanto a capturar hechos varios para el diario local como a retratar bodas, bautizos y comuniones. Faltaban cuatro días para mi aniversario, a punto de cumplir siete años: a mí me habían traído –me decían– los Reyes Magos, circunstancia que convertía una jornada mágica para todos los niños en un momento más especial todavía. Había el doble de regalos.
Me hicieron mirar la mano del fotógrafo. Por eso no se nota el desconcierto que en ese momento estaba viviendo. El paje real tenía la misma cara, la misma voz y el mismo ademán de uno de los trabajadores de la panadería de la calle Sant Gervasi –a dos minutos a pie de mi casa– donde cada día comprábamos el pan. Yo conocía bien el joven empleado que horneaba panes de kilo, panecillos y croissants, porque era muy simpático y explicaba chistes, y nos dejaba mirar el interior del horno, que era un pequeño infierno. Al bajar del entablado, después de la foto, no pude callar: “Mamá, el paje real es igual que Fulanito –no recuerdo el nombre– de la panadería!”. Mi madre hizo lo imposible por desmentir aquella afirmación: “Los pajes son enviados directamente por los Reyes; te has confundido, Francesc, no digas tonterías”. No me convenció, pero callé, intuía que no debía insistir. Mis nervios crecían a medida que la fecha del 6 de enero se acercaba. El rostro de mi pobre madre era un poema, nunca lo olvidaré. Como tampoco olvidaré la vergüenza que le hice pasar cuando, esperando tanda en la tienda de salazones, pregunté a una mujer que se llamaba Esperanza si “esperaba el novio”; resulta que esa clienta era una soltera contumaz, dato que yo desconocía.
¿Cómo podía ser que un paje llegado de Oriente fuera idéntico al panadero?
¿Cómo podía ser que un paje llegado de Oriente fuera idéntico al panadero? La manía me duró, hasta que aterricé en la prosa que se nos abre cuando los padres nos revelan la verdadera naturaleza de esta gran ilusión. El filósofo y dramaturgo Javier Gomá considera que la fiesta de los Reyes Magos constituye uno de los tres grandes secretos de la vida, al lado de la sexualidad y de lo que nos sucede a partir de los cincuenta años, cuando asistimos a la muerte de nuestro padre o de nuestra madre y, entonces, perdemos la infancia. Aquel día remoto de 1974 –Franco todavía mandaba, nadie sabía cómo sería el futuro y mis primos mayores llevaban el pelo largo–, alguien quiso mostrarme el primer secreto. ¿Fue Dios? ¿Fue un algoritmo de la gran máquina del cosmos? ¿Fue un azar generado por una cadena de casualidades? La semejanza enorme del paje con el panadero me abocó a un descubrimiento para el que yo todavía no estaba preparado, obviamente.
No lo entendí hasta hace pocos días. A primera hora de la tarde, despedí a mi padre a la entrada de la residencia. Antes de que el chico encargado de recibir las visitas cerrara la puerta principal, un hombre salió a la calle, acompañado solo por su bastón. Era un tipo alto y andaba con más rapidez que la mayoría de viejos. Nos cruzamos y me fijé en sus ojos, los dos llevábamos mascarilla. Esos ojos me eran familiares, pero no podía ubicarlos en ningún círculo de amigos o conocidos.
El hombre siguió su camino, sin embargo, antes de subir al coche que lo estaba esperando, se giró y me habló brevemente: “Que tengas un feliz día de Reyes, Francesc”. Entonces lo reconocí. No había ninguna duda. El paje-panadero ha vuelto, cuarenta y ocho años después.