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Francesc-Marc Álvaro | Pasqual Maragall – L’últim bon salvatge
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09 oct 2000 Pasqual Maragall – L’últim bon salvatge

El líder del PSC se estrenó, el pasado miércoles, en un debate de política general en el Parlament. Su discurso de respuesta a Jordi Pujol alumbró las incógnitas sobre el nombre del futuro presidente catalán. El dirigente socialista, a sus 59 años, se autodenominó “recambio” antes que “heredero”. El nuevo curso político pondrá a prueba el fondo y la paciencia de Maragall como constructor de una alternativa. Pero quien fue un gran alcalde de Barcelona no descolló con igual suerte como jefe de la oposición.

Se cuentan por docenas los colaboradores y sirvientes defraudados, desengañados, enfadados, desairados y olvidados por Pasqual Maragall. Se cuentan y ellos lo cuentan. Son explícitos en la autopsia impúdica de sus desamores y penas con el líder. Son detallistas hasta el arabesco en el relato de su obsolescencia como piezas usadas en la construcción de una ilusión que ha consumido todo y a todos los que se le acercan. Juntos montarían un gran museo de la melancolía bastarda del poder.

–Pasqual me tenía que llamar, pero ha llamado a otro. Hace semanas que habló conmigo.

–Me han dicho que ya tiene a alguien para lo que tú dices.

Claro que esto se podría decir de otros notables padres de la patria. No es, pues, que Maragall castigue con más denuedo a los peones de su sueño en marcha. La diferencia reside en las víctimas. Éstas, a diferencia de los muertos y heridos de otros políticos, andan de por vida colgados del halo que exhibe el personaje. Son drogadictos de un carisma.

–Si, después de todo, te llama, ¿acudirás como si nada?

–Claro, no se le puede decir que no a Pasqual.

–Pero, ¿no estabas muy enfadado? –Calla, calla. Es que Pasqual es así.
Y cómo es él, a qué dedica el tiempo libre, en qué lugar se enamoró de ti. Hay respuestas fáciles de encontrar. Disponemos, para la posteridad, de una buena retahíla de retratos de quien fue alcalde de Barcelona durante 15 años También sus adversarios han encontrado el negativo caricaturesco y recurrente para intentar tumbar al enemigo. No les ha servido. Maragall vuelve siempre a su posición vertical como un tentetieso y absorbe los golpes como caricias que, a la postre, le embellecen. Incluso ha sabido incorporar los defectos que no tiene para hacerse perdonar. Olvidemos, pues, el museo olímpico del maragallismo. Quememos el cromo. Este burgués que nos salió de izquierdas, porque el mundo y el tiempo le hicieron así, es, en realidad, el último buen salvaje de nuestro jardín. Como si el niño salvaje de Truffaut hubiera crecido para inventarse partidos que no llegan a clubs y proclamas que son criptogramas.

Por eso no pueden hacer blanco con él. Por eso se sale con la suya. Por eso le sopor- tan las rarezas. Algo silvestre y telúrico le protege. Pero nunca ha podido adaptarse verdaderamente al medio. La alcaldía fue el triunfo de su instinto sobre la disciplina. Una excepción en contra de todo pronóstico. Mientras, durante años, el partido estaba allí, como un territorio prohibido que el personaje no pisaba. Una zona que ponía en evidencia la incapacidad para el acomodo de sus engranajes de serie a una política mucho más inhóspita. En aquella era, Raimon Obiols iba perdiendo.

–¿Y es verdad que este suceso de la naturaleza, sin aditivos ni colorantes, fue hallado en la selva virgen por el gran explorador Narcís Serra, quien le acunó, alimentó, vistió y enseñó a pasear por el diablo mundo?

A decir de la leyenda, así fue. Luego ya vino el milagro. Y con el milagro surgió una iglesia alrededor de esta criatura. El maragallismo propagó la fe en algo que era evidente e invisible a la vez: una ciudad que empezaba a quererse a sí misma y un político que regaló un bono ticket para que muchos se creyeran más guapos, más listos y más ricos. Ahora, el maragallismo es otra cosa. Es el alambre un poco herrumbroso donde ensartar los destellos irregulares de un talento sin esqueleto. Talento cuya suerte futura depende, en un cincuenta por ciento, de la suerte de quien ha sido su antagonista eterno, Pujol. El otro cincuenta por ciento está en manos de los capitanes del PSC, que han puesto al buen salvaje a la entrada de su centro comercial, como los ingleses hacen con el enano de piedra al lado de la puerta de casa. Cada día, el encargado Montilla levanta la persiana y enseña la oferta. El reclamo funciona, la gente entra y compra. Compró mucho en las elecciones catalanas de octubre de 1999.

Pero las leyes de la civilización son peores que las de la selva y el sistema proporcional condenó a Maragall a pasar el rato en una viñeta que le viene estrecha. Y que le aburre. Se confirmó el pasado miércoles, en el debate de política general en el Parlament:

–Ha hecho sus cositas, no le pidáis más. Anda muy obsesionado con Euskadi. El gobierno en la sombra se lo pondrá más fácil.

El plan histórico era pasar sin traumas de poder a poder, como quien salta de liana en liana. Su efectista estancia en Roma debía ser un descanso en la rama de la coqueta incertidumbre. Pero le faltó esa suerte que antes le había sobrado. Ahora, hay quien recuerda que todo buen salvaje está tentado, un mal día, de considerar el futuro largamente aplazado como una pobre arqueología viviente. Y, entonces, sale por tabaco y ya no regresa.

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