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Francesc-Marc Álvaro | Venim d’aquells patis
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19 oct 2011 Venim d’aquells patis

No sabemos mirar atrás. No sabemos comparar con justicia los tiempos que vivimos con los tiempos que vivieron nuestros padres y abuelos. Afortunadamente, el arte también sirve para eso. El que atrapa el espíritu de una época y lo trasciende con fuerza para explicar todo lo que nos identifica como miembros de la especie humana, ubicados en contextos que son siempre únicos pero inevitablemente repetitivos en parte, una desconcertante paradoja que nos vincula a los muertos y también a los que tienen que nacer, y que nos hace pensar en algo más que nuestra estricta e inmediata circunstancia. El montaje de Sergi Belbel que revisita en el TNC un clásico contemporáneo como Una vella, coneguda olor, obra temprana de Josep M. Benet i Jornet, es una ocasión magnífica para el ejercicio que sugiero: pensar en la enorme distancia entre el ayer reciente y nuestro presente.

Vayan al TNC y déjense llevar por la fuerza de un espectáculo muy bien engrasado que nos coloca ante una historia que podría ser, que es, la de muchos. Cuando la escribió, Benet i Jornet hablaba de la más pura actualidad de una sociedad –sobre todo de una juventud– anestesiada por la falta de expectativas y bloqueada por una situación política y social sin horizontes. Hoy, aquella Barcelona de 1962, donde tiene lugar la acción, forma parte del recuerdo privado, de la nostalgia enlatada y de la historia no totalmente explicada en su extrema complejidad. En este sentido, lo que fue el retrato ardiente y atrevido de aquel momento se ha convertido, sin quererlo, en un documento de gran calado sobre nuestros orígenes. Venimos de aquellos patios de vecinos de los barrios trabajadores, la gran mayoría del país sale de aquel mundo, no sólo en Barcelona, también en muchas ciudades grandes y medianas, allí donde la industrialización, intensa y espesa, iba creando aglomeraciones de personas y de vidas, de sueños y de ansias, Nuestro bienestar de hoy –tan precario y asediado como se quiera– tiene sus oscuros fundamentos en aquel momento de esfuerzo colectivo gigantesco, cuando la penosa posguerra empezaba a ser cosa de los abuelos y era un deber mirar adelante, aunque la miseria moral de la dictadura todavía lo impregnaba todo y aplastaba a los que, como la protagonista de la obra, quieren volar lejos de aquel mundo.

Sentado en la butaca de la Sala Petita del TNC, mientras los excelentes actores nos transportan a un tiempo remoto y próximo a la vez, es imposible no pensar en la generación de nuestros padres, los niños de la guerra, los que trabajaron duro para que los planes de desarrollo fueran una realidad con la cual el régimen obtenía, como hoy hacen otras tiranías, el certificado de buena conducta de la comunidad internacional. Patios de vecinos afuera, el país modernizaba la economía y suministraba bienes de consumo a una nueva clase media; patios de vecinos adentro, el autoengaño competía con el cinismo para soportar un paisaje moral devastado, sólo corregido por las estrategias individuales para burlar la frustración. ¿Dónde fueron a parar los anhelos y las ilusiones de nuestros padres, pillados en la telaraña de una existencia que no ofrecía ninguna posibilidad de cambio, excepto la de pasar de un barrio a otro, cuando el dictado oficial ordenaba derribar un trozo de ciudad que molestaba?

¿Qué saben las últimas generaciones de esta épica sorda, sin otro heroísmo que el ir tirando, épica invisible que no tendrá nunca ningún monumento? Hoy, cuando tienen tanto éxito los discursos apocalípticos que presentan, sin matices, nuestra época como un tiempo atroz e insufrible, sería muy pedagógico explicar de dónde venimos, con todo tipo de detalles. No para quitar importancia a los desafíos y sacrificios actuales, que son de una densidad más que considerable, sino para enmarcarlos de manera adecuada en unas coordenadas menos trágicas, por mucho que Grecia naufrague y por mucho, que, como todos sabemos, haya personas que lo pasan mal de veras. El malestar contra el todo que nos supera y nos agobia es comprensible pero no da derecho a pensar que somos los primeros que sufrimos o los que más y más injustamente lo hacemos. En eso hay que hilar muy fino, por respeto a la verdad y a todos los que nos han precedido. Sin perspectiva, nuestra condición de animales históricos se transforma en un capricho limitado por nuestra corta cronología personal, como si siempre fundáramos la realidad desde cero. Esta actitud amnésica nos invita a ser demasiado indulgentes con nuestras decisiones.

La obra de Benet i Jornet no podría volver en un momento más oportuno. Cada día, las noticias nos dicen que el mundo se hunde y nos movemos entre el pasmo y el desconcierto, el temor y la falta de recetas para salir del callejón sin salida. Los personajes de Una vella, coneguda olor nos descubren, a la manera de un antídoto contra alarmas harto grandilocuentes, la arqueología de nuestras debilidades, los restos de un reino donde todavía nadie percibía vidas líquidas ni paraísos de saldo, un territorio donde la revuelta era sustituida por la huida y la vergüenza pesaba mucho más que la indignación. Todavía había memoria viva del hambre y la policía era, entonces sí, el enemigo. En aquellos patios de barrios trabajadores, el futuro no existía porque no podía siquiera nombrarse. Lo digo sólo para que conste.

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