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Francesc-Marc Álvaro | A la cuina, farem net
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21 oct 2011 A la cuina, farem net

Hablo con un restaurador que posee dos establecimientos donde se come bien por un precio justo y razonable. A pesar de admitir que la crisis se está notando, explica que no tiene miedo porque el público sigue llenando sus locales con asiduidad. Los clientes van con más cuidado, eso sí, con los vinos y los postres, con los licores y todo lo que completa los ágapes. Ir al restaurante no deja de ser una fiesta, pero ahora es más modesta, mirando más cada detalle. El sentido común hace que moderemos este gasto para no tener que renunciar del todo. Mi amigo está tranquilo: hace las cosas como siempre, eso quiere decir que trata a los clientes con respeto, sin tomarles el pelo, sin reducir la cantidad que pone en el plato, sin vender producto de segunda o tercera a precio de primera, sin originalidades copiadas que no tienen ningún sabor, etcétera. A él le afecta la crisis, pero poco. Al contrario, las dificultades han revalidado su apuesta por la calidad y ahora brilla mucho más.

En cambio, algunos de los que pensaban que eso de ofrecer comida a la gente era una empresa fácil donde todo vale han empezado a perder mucho público o han cerrado. El hecho es más importante de lo que parece porque servirá –espero y deseo– para limpiar el panorama de listillos que dan gato por liebre con una jeta espectacular. Por ejemplo: en un lugar cuyo nombre vale más no repetir, un día infausto pretendieron que cuatro verduras frías y tristes, medio compactadas con huevo, se podían convertir en una versión libre del trinxat glorioso; todavía no he superado mi horror ante aquella operación criminal en nombre de la tradición, un escalofrío me recorre el espinazo al pensar en ello.

Al lado de grandes profesionales, sobre todo en establecimientos de gama intermedia, aparecieron unos estafadores que, disfrazados de cocineros, se atrevían a cualquier fechoría, con una impunidad (y una alegría) digna de las mafias más acreditadas. Cuando te servían su bazofia (siempre cara, como todo lo pésimo), sus modos eran de enteradillo desafiante, para advertirte que ya no podías hacer nada, que te habían cazado como a un pardillo. Sólo había una solución: no volver nunca más al lugar de la engañifa y divulgar sin descanso (entre familiares, amigos y conocidos) la lista de los enemigos de nuestros estómagos. Hoy, cuando la recesión hace estragos, todo está claro: los oportunistas tienen que largarse y los profesionales con talento mantienen la clientela y, en algunos casos, la aumentan.

Le pregunto a mi amigo si, después de esta etapa, habremos aprendido la lección. Me mira con ademán escéptico y sonríe. Y me recuerda que, en los días de vacas gordas, la euforia general provocaba que los piratas de los fogones, vistos de lejos y antes de que uno se sentara a la mesa, resultaran simpáticos. Más bajo no pudimos haber caído.

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