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Francesc-Marc Álvaro | Una democràcia amb memòria
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26 oct 2011 Una democràcia amb memòria

En uno de los discursos mejor pensados y expresados de su errática trayectoria como gobernante, José Luis Rodríguez Zapatero, el pasado jueves 20 de octubre, poco después de que ETA anunciara el cese definitivo de su actividad terrorista, declaró lo siguiente: «La nuestra será una democracia sin terrorismo pero no una democracia sin memoria. La memoria de las víctimas, de cada una de las 829 víctimas mortales y sus familias, de tantos heridos que padecieron el injusto y aborrecible golpe del terror, nos acompañará siempre. Acompañará a las futuras generaciones de españoles». Este es un punto fundamental de la solemne declaración del presidente español. Introducir el binomio democracia-memoria en relación a las víctimas de ETA implica asumir un compromiso oficial pero quizás no es, no será, el tipo de compromiso que esperan algunos. Las palabras del mandatario saliente son inevitablemente ambiguas: ¿De qué tipo de memoria habla Zapatero? ¿Cómo se plasmará esta memoria?

Venimos de donde venimos. ¿Ha sido una democracia con memoria el sistema que se empezó a construir después de la muerte de Franco? Me temo que la respuesta no puede ser positiva, si somos honestos y fieles a los hechos. La transición no consistió en tejer la concordia –como algunos nos han querido explicar– ni en una superación elaborada y consciente del trauma de la Guerra Civil. No se produjo nada de todo eso. La transición fue un proceso muy complicado y azaroso basado en un «dejémoslo estar» que, sin ninguna voluntad ni ninguna ceremonia del perdón ni de la reparación, sólo tenía un objetivo, al cual se supeditaban todas las maniobras y transacciones políticas: evitar una nueva guerra civil.

Se trataba de un objetivo imprescindible y de cariz histórico, eso no puede negarse. Pero el método para alcanzarlo no pasaba por el culto a la memoria de las víctimas y, por tanto, presentaba muchos problemas y, sobre todo, generaba una serie de consecuencias que, a la larga, han contribuido a hacer muy débil la cultura política que tiene que oxigenar el sistema democrático. Un ejemplo, menos anecdótico de lo que parece, ilustra esta anemia tan aguda: mientras ETA dice adiós a las armas un partido fascista como Falange Española, que hace apología de un régimen basado en la eliminación física del adversario, sigue siendo legal y puede manifestarse por las calles como si nada.

Los arqueólogos de la transición nos han ofrecido una explicación plausible de todo: ni los franquistas ni la oposición democrática tenían, durante el periodo 1975-78, fuerzas suficientes para vencer por KO, lo cual obligó a pactar equilibrios muy delicados para dejar atrás la dictadura. De acuerdo. Convengamos, pues, que no había ningún otro camino. Por un lado, amnistía para los presos políticos y, por otro, total y perenne impunidad para los que habían delatado, torturado y asesinado durante cuarenta años de tiranía. En eso estaban de acuerdo todos los partidos que querían tener un lugar en la nueva etapa, y líderes tan diferentes ideológicamente como Manuel Fraga y Santiago Carrillo, el mismo –por cierto– que ahora se pone junto al juez Garzón para abrir una causa general contra el franquismo que entonces él no deseaba. En todo caso, queda claro que la democracia española no puede exhibirse hoy como una democracia de memoria, más bien como todo lo contrario.

Teniendo en cuenta que esta es nuestra tradición reciente a la hora de relacionar democracia y memoria, lo que anunció Zapatero la semana pasada debe ser, forzosamente, una novedad política, cívica y ética. De lo contrario, el presidente no habría dicho nada y tendríamos claro que las víctimas de ETA deberían correr la misma desdicha que las víctimas de la dictadura o las víctimas de las violencias de la Guerra Civil no utilizadas actualmente para hacer propagandas parciales.

Me inclino a pensar, quizás con un optimismo excesivo, que los que rodean a Zapatero saben que hay que gestionar la memoria de las víctimas de ETA con parámetros completamente distintos de los que sirvieron para esconder el dolor de las víctimas a las cuales la democracia despreció sin manías. No sabemos qué piensan al respecto los que rodean a Rajoy, dirigente que deberá concretar estos bueno propósitos.

El reto es de unas dimensiones extraordinarias. Porque hay que armonizar dos principios que parecen antagónicos. Primero: las víctimas merecen reparación y reconocimiento (también por parte de los antiguos terroristas y de sus partidarios) para fundamentar una verdadera reconciliación civil pero, a la vez, no pueden ser protagonistas en el despliegue del proceso de paz, su condición las excluye como actores políticos y las ubica en un espacio otro. Segundo: la memoria pública de las víctimas debe ser preservada y divulgada para fomentar una pedagogía de la paz de acuerdo con el máximo consenso social y político; dicho de otra forma, la memoria de las víctimas debe tener una presencia adecuada en la nueva realidad que empieza, y la clave es acertar en la proporción justa de esta; la memoria es siempre el resultado de la dialéctica entre el recuerdo y el olvido, por eso un exceso de olvido nos condena a repetir el pasado y una sobredosis de recuerdo nos bloquea y no nos permite avanzar hacia el futuro. Una sociedad puede enfermar si no encuentra el equilibrio y la mesura al combinar la memoria traumática y la esperanza colectiva.

Tenemos ahora la gran oportunidad de tratar a las víctimas con mucho más respeto, dignidad y justicia que hace treinta años. Repito: no para colocarlas en el centro de las decisiones (como querrían los que niegan que estamos ante un tiempo nuevo) sino para construir, ahora de verdad, una democracia sin grietas.

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