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Francesc-Marc Álvaro | Líders i que siguin insolents
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02 nov 2011 Líders i que siguin insolents

Nunca se había hablado tanto de liderazgo como ahora y, paradójicamente, nunca los líderes habían sido tan escasos. La teoría sobre los liderazgos prolifera de una manera espectacular mientras la práctica del liderazgo, sobre todo la que tiene que ver con la política, no vive una época gloriosa en Europa. El choque entre lo uno y lo otro es desconcertante. Las elecciones que se celebrarán en España el 20 de noviembre ilustran de una manera muy diáfana este fenómeno.

Mariano Rajoy y Alfredo Pérez Rubalcaba quieren llegar a la Moncloa para asumir el poder en un momento en que la ciudadanía espera respuestas inmediatas y efectivas sobre el principal problema, que es la crisis y el paro. Las encuestas señalan, sin embargo, que la desconfianza que despiertan ambos candidatos es más que considerable, lo cual los convierte en prisioneros del fatalismo ambiental. Si aquello que define a un líder es la capacidad de decir con argumentos por dónde hay que ir, parece evidente que ni el cabeza de cartel del PP ni el del PSOE pueden ser puestos como ejemplos. Sin quitarles méritos como segundos de un gobierno (los dos lo han sido), estamos ante políticos que juegan más a esconder que a enseñar y que se definen, sobre todo, por contraste con sus predecesores. Es cierto que Rajoy ha conseguido el timón del PP a pesar de los recelos que despierta entre sectores que añoran a Aznar y esta aventura le otorga una cierta autoridad de puertas adentro. Como es cierto que Rubalcaba tiene, de momento, el respeto de sus correligionarios por haber aceptado el reto de ir a unos comicios que son extremadamente difíciles para el socialismo español. Ahora, el verdadero liderazgo siempre debe ir más allá de las lealtades partidarias y debe proyectar una influencia fuerte en el conjunto de la sociedad.

No vivimos en los años treinta del siglo XX, por suerte. Los liderazgos ya no deben ser un teatro emocionante de carismas calientes que se afanan por movilizar unas masas enfervorizadas. Hoy, se quiere líderes que sepan escuchar, que exhiban flexibilidad y criterios claros al mismo tiempo, y que no tengan miedo de tomar decisiones, también las más impopulares. Aquello que separa al líder del resto de los dirigentes es la capacidad de ponerse en situaciones de riesgo calculado para alcanzar objetivos que se saben explicar. Si se observa la trayectoria de muchos líderes democráticos (de los otros no hace falta hablar), se comprueba que siempre hay algún momento clave en que se han desenganchado de su suerte personal y han puesto la cabeza en la boca del león, como hace el domador del circo. ¿Quién está dispuesto a hacer este número a partir del día siguiente al 20 de noviembre?

En todos los debates sobre la crisis de deuda que vive la Unión Europea, después de considerar docenas de factores, siempre acaba aflorando la cuestión de la falta de liderazgo como elemento determinante. Más de quinientos millones de europeos que viajamos en el mismo barco nos damos cuenta, asustados, de que no hay un capitán que pilote la nave con suficiente conocimiento y pericia. Merkel hace su papel a ratos, Sarkozy no quiere quedar atrás y el resto va tirando, pero nadie ha cogido la delantera de la expedición con la determinación y la credibilidad necesarias. Intentamos evitar el naufragio pero sufrimos diariamente, porque nadie es capaz de explicarnos dónde estamos y qué nos pasa. Esta ignorancia alimenta el miedo y la suma de muchos temores no hace nada más que mantener el desconcierto y ampliar la desconfianza. Incluso hay líderes que, como pasa ahora en Grecia, abonan la demagogia y el salto colectivo en el vacío. Los populismos se extienden fácilmente allí donde no hay líderes que saben contener la llamarada.

Vivimos un momento histórico en que todos somos llamados a revisar viejos conceptos. En este contexto, un líder útil sería aquel que ejerciera una cierta insolencia, esto es, la capacidad de decir lo que no es habitual y lo que nadie está acostumbrado a escuchar. El insolente no es el intemperante, el impertinente o el que provoca por provocar, sino quien osa anunciar que el emperador va desnudo mientras todo el mundo afirma que luce un vestido lujoso y elegante. Como el niño del cuento, como el loco o como el payaso, el líder debe ser capaz de ir, si hace falta, a contracorriente porque así se lo dicta su razón y su sentido de la responsabilidad. Es un ejercicio de distanciamiento para captar la realidad con más agudeza y medirla sin autoengaños. La crisis ha puesto sobre la mesa muchas imposturas (de las élites y de la gente corriente) que no detectábamos como tales; la necesaria insolencia tendría que diagnosticarlas para empezar a cambiar la perspectiva errónea sobre la cual se sustentan. Un líder que quiera serlo de veras deberá atreverse a realizar esta ingrata misión, de lo contrario su función no tiene sentido.

No creo que Rajoy ni Rubalcaba tengan una gran predisposición a decir a los ciudadanos aquello que resulta más incómodo. Ambos son cultivadores de un tacticismo atroz que sólo utiliza las luces cortas para correr hacia el futuro. España debe hacer muchos deberes en poco tiempo y debe abordar un profundo recambio de actitudes más importante que el que tuvo lugar (a medias) a la muerte de Franco. Quien se ponga al frente no debe tener miedo de quemarse.

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