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Francesc-Marc Álvaro | Oficis feliços
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25 nov 2011 Oficis feliços

Que hay oficios felices y no tanto siempre lo hemos sabido pero ahora nos han demostrado científicamente que las profesiones consideradas más infelices son las que están mejor pagadas. Aunque ya decían los clásicos y la abuela que el dinero no da la felicidad, siempre hemos sospechado que, excepto en casos muy contados, hace falta haber llegado a unos niveles de renta bastante holgados para empezar a hacer bandera de los valores posmaterialistas y del retorno a la simplicidad, que no es exactamente lo mismo que la vida austera ni todavía menos la precaria o directamente la pobre y/o miserable.

Ahora, cuando los que vivimos de un salario tenemos días de inquietud y días de miedo, cuando el paro se ha desbocado, cuando cuesta más llegar a día 1, cuando la gran mayoría estamos seguros que seremos un poco más pobres, justamente ahora resulta fuera de lugar cantar las excelencias de la felicidad contrapuesta al dinero, salvo si uno aspira a la santidad o a repetir el viaje que los hippies hicieron cuando la crisis de la cual se hablaba sólo era la del petróleo. Porque parecería que bromeamos con el padecimiento y los sacrificios de la gente. En cambio, hablar de felicidad en tiempo de vacas gordas no molesta, incluso se puede escribir esta aspiración en las constituciones y estatutos, a imitación de los próceres que lograron la independencia de las trece colonias, embrión de los Estados Unidos.

El hecho es que, si tienen la suerte de conservar su trabajo, deben saber que el oficio más feliz es el de sacerdote. Según un estudio elaborado por la Universidad de Chicago del cual ayer hablaba La Vanguardia, los profesionales de la fe (no sé si la muestra incluye todas las confesiones o sólo las ramas del cristianismo) están encantados con lo que hacen, seguidos por los bomberos, fisioterapeutas y escritores. Ya lo ven, un poco de alma y un poco de cuerpo. Mientras, el campeón de los oficios infelices es el director de tecnología de la información, a quien siguen el director de ventas y marketing, el jefe de producto y el programador web; los trabajos más típicos de nuestra hipermodernidad no hacen feliz, es un sarcasmo. Desconozco dónde quedan los profesionales de la política y los de la función pública. Una investigación sobre la felicidad (sentida, fingida o disimulada) de gobernantes y funcionarios podría iluminar ciertas polémicas.

Ya no llego a tiempo para ser cura y, encima, no soy hombre de fe. Bastante trabajo tengo con los misterios terrenales como para osar adentrarme en los celestiales. Debo ser feliz con lo que hago y, sobre todo, esperar que la condición de abuelo me adorne muy tarde. Porque –como es notorio y otro estudio señala– los abuelos están cada día más agobiados por tener que criar y educar a los nietos. Pero a menudo son los oficios no reconocidos, como el de abuelo y abuela, los que evitan que todo se vaya al garete.

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