25 ene 2012 Escòcia, regió d’Espanya
Madrid siempre contempla el mapa de las naciones como una galería de espejos a punto de romperse. La última expresión de esta actitud tiene como motivo las aspiraciones soberanistas del gobierno de Escocia, en manos de Alex Salmond, líder nacionalista y primer ministro, que quiere convocar un referéndum sobre la cuestión el 2014. Según ha publicado el rotativo The Independent, la diplomacia española ya ha hecho saber a sus homólogos británicos que, llegado el momento, España vetaría el acceso a la Unión Europea de una Escocia independiente. El argumento no es ningún secreto: evitar el contagio interno, conjurar la imitación de catalanes y vascos, extirpar de cuajo cualquier precedente que hiciera crecer el apoyo a una hipótesis independentista aquí. El mecanismo es primario pero inalterable. En los foros internacionales, ningún representante oficial de España abona ningún proceso de secesión, y menos en Europa, como se ha visto con el caso de Kosovo, nuevo estado que Madrid se niega a reconocer. Es la misma tradición que, por ejemplo, lleva a España a apoyar de manera incondicional a Rusia en cualquiera de los conflictos territoriales de esta potencia. Un alto cargo confesó un día en privado que, cuando participa en reuniones internacionales y se tratan estas cuestiones, su proceder consiste en «fijarme en lo que hace el ruso y votar exactamente como él».
A efectos simbólicos, por la particular visión del mundo que tiene la diplomacia española, Kosovo, Chechenia, Quebec, Flandes o Escocia son como regiones de España. O, para ser más preciso, regiones de sus respectivos estados que deben ser consideradas desde Madrid con el mismo celo con que se observan Euskadi y Catalunya. Cualquier independencia de carácter pacífico y democrático en una sociedad desarrollada (otra cosa son los conflictos nacionales y étnicos que tienen lugar en los países donde señorean la guerra, la miseria y el hambre) enciende todas las alarmas de la política española. Es una reacción que se parece mucho a la de los gobernantes de Moscú, lo cual hace pensar en la psicología profunda de las élites políticas de los estados que, en el pasado, fueron grandes imperios.
El Estado español no tuvo más remedio que reconocer, a principios de los años noventa, todos los nuevos estados que afloraron con la caída del comunismo en el centro y el este de Europa. Aquella fue la última oleada de independencias que ha conocido el Viejo Continente y estuvo asociada al derrumbe del poder soviético, lo cual permitió que los funcionarios y políticos de Madrid nos advirtieran severamente de que no hiciéramos ningún tipo de paralelismo. Un ejercicio que el Jordi Pujol de aquellos años tampoco se permitía, por lo cual soltó una frase que se hizo famosa y generó un vivo debate: «Catalunya es como Lituania pero España no es como la URSS». Mientras hacía estas distinciones, Pujol –exhibiendo su astuta ambigüedad– viajaba a Praga y subrayaba las enormes coincidencias entre el catalanismo y el nacionalismo cultural de Bohemia.
Perdidos en medio de aquel festival de nuevas banderas –sólo oscurecido por el drama de los Balcanes– no hemos remarcado lo suficiente que el gran acto de autodeterminación nacional de aquella época fue la reunificación alemana, aplaudida sin problemas por los políticos de la capital de España. Siempre hemos sabido que, para según quienes, hay nacionalismos de primera y de segunda, y que ningún jorobado se ve su joroba. ¿Por qué, pues, produce tanto miedo la autodeterminación de las naciones pequeñas? Es cierto que la modificación de fronteras era y es el gran tabú porque evoca los peores fantasmas del siglo XX pero también es incuestionable que, tres décadas después de aquel deshielo nacional, el concepto clásico de soberanía estatal se resquebraja en el marco de una UE que debe salvar la zona euro apostando por más integración y más interdependencia. El Partido Catalán de Europa que imagina el amigo Enric Juliana será el de los que ya se han dado cuenta de que «las soberanías se difuminan», por decirlo como un alto responsable de la política que se hace hoy desde Bruselas. Con todo, no hay que ser ingenuos: que las soberanías se difuminen no significa que sea fácil ni inmediato que una nación como Catalunya forme parte de la UE sin pasar por un actor intermediario que, además, genera un déficit fiscal insoportable. Valga como muestra del apego a un mundo que desaparece la ponencia que se debatirá en el congreso que el PP celebrará el mes próximo; en este documento, se propugna «la recuperación de la soberanía de Gibraltar, que es irrenunciable para España». Soberanías antiguas, futuras o líquidas, que diría el sabio de moda.
Si era cierto que España no era la URSS hoy podemos decir que España tampoco es el Reino Unido, aunque Escocia y Catalunya tengan muchos puntos de contacto. La cultura política de los británicos no tiene nada a ver con la de los españoles, es obvio. Fíjense, David Cameron, en vez de amenazar o de invocar sagradas unidades patrias, mueve pieza: quiere acelerar la fecha del referéndum escocés y evitar que se pueda votar la opción intermedia de soberanismo fiscal –la que tiene más consenso– a fin de que gane el no a la secesión y poder cerrar así la cuestión. Lo que decíamos: el Artur Mas del nuevo pacto fiscal se parece al pragmático Salmond pero cuesta ver en alguien de Madrid la misma cintura de Cameron.