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Francesc-Marc Álvaro | La intimitat d’una política
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07 sep 2012 La intimitat d’una política

El caso de Olvido Hormigos Carpio, edil socialista de la pequeña localidad de Los Yébenes (Toledo) es muy antiguo y muy contemporáneo a la vez. Antiguo, porque siempre hubo quien, en el combate político, profanó la intimidad del adversario, extremo que, según la afectada, también se ha dado en este episodio. Contemporáneo porque la concejal ha declarado que «sinceramente» no sabe cómo su vídeo casero salió del ámbito privado. Este segundo punto es el que me resulta más interesante, una vez ya todo el mundo está de acuerdo en que sería absurdo que un cargo dimitiera porque se ha masturbado ante una cámara. Finalmente, esta señora, con buen criterio, ha dicho que no deja el puesto. Lo contrario sería un escándalo, en un país donde ladrones y malhechores varios se agarran al sueldo oficial como garrapatas.

Parece que hay quien todavía no se ha dado cuenta de que vivimos en un mundo de paredes de cristal completamente transparentes. Esta inconsciencia de la propia época me fascina. ¿Hasta qué punto un político, sea una figura de alto nivel o cualquier cargo local, puede prescindir de los riesgos que van unidos al uso de las nuevas herramientas de comunicación y ocio mediante las cuales multiplicamos nuestra presencia en el mundo?

Es obvio que la edil Hormigos no pensó ni por un momento que su recreo íntimo realizado ante una cámara se podría convertir en algo público, aunque todo el mundo sabe que la seguridad de todas las tecnologías que nos hacen la existencia más fácil es dudosa por definición. Assange demostró lo fácil que puede ser burlar las barreras que organismos oficiales de todo tipo ponen para mantener el secreto. Por otra parte, y escarmentados, cada día hay menos políticos que quieran hablar por el móvil; algunos son los mismos que -paradójicamente- se dedican a tuitear a lo loco, a veces con muy poco sentido de la dignidad y discreción que se espera de su cargo.

El gran asunto de esta pequeña historia es la candidez de la concejal Hormigos, una ciudadana que pensaba que la frontera que separa el espacio íntimo del público es un lugar bien vigilado, como en tiempos de nuestros abuelos. Esta candidez resulta desconcertante en alguien que, aunque esté ejerciendo en un pequeño ayuntamiento, debería tener un conocimiento más sólido de las reglas de juego más elementales y las cautelas más obvias. Sin despreciar la capacidad de esta edil para representar a sus conciudadanos, me hago una pregunta: ¿confiarían los asuntos colectivos a quien ha tenido un descuido tan tonto?

Con todo, debemos admitir honestamente que cualquiera de nosotros puede ser víctima de situaciones parecidas a la vivida por la señora Hormigos. Estamos conectados y, por lo tanto, con el culo al aire.

 

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