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Francesc-Marc Álvaro | El fantasma del poble català
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04 oct 2012 El fantasma del poble català

No escondamos el problema básico, no finjamos que todo se reduce a una cuestión de estados de ánimo. El psicologismo aplicado a las colectividades tiene unos límites. Vayamos al origen, a la premisa fundamental, seamos racionales, porque de víscera vamos sobrados, sobre todo entre los nostálgicos del palo. La reconfiguración del poder Catalunya-España-Europa -hablamos de eso estos días- acaba chocando contra un asunto tan embrollado como el del reconocimiento del otro, materia propia de un curso sobre ética. El asunto, pues, que encontramos en la base de esta discusión política es el reconocimiento de quien es diferente. En este caso, el otro no existe como tal, sólo existe como parte de un todo. Me explico: el pueblo catalán, a efectos oficiales, es un fantasma. Literalmente. Parafraseando un libro famoso, hoy podemos escribir que el pueblo catalán es un fantasma que recorre Europa, en busca de un cuerpo estatal donde encarnarse con ciertas garantías de supervivencia.

La Constitución de 1978, la ley de leyes del Reino de España, habla sólo de un pueblo que es el titular de la única soberanía a la que se hace referencia en el mencionado texto. «La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado». Punto 2 del artículo 1. El pueblo catalán queda incluido -se supone- dentro de este pueblo español soberano, es una parte del todo. Conclusión: sólo hay un pueblo de veras a efectos legales, sólo hay un sujeto colectivo con derecho a decidir y a ejercer, por lo tanto, la soberanía. Sólo hay un demos, para decirlo técnicamente. Por si alguien tiene dudas, la Constitución habla sólo de una nación, la española, con mayúscula: «Nación». El resto, ya lo sabemos, sólo son nacionalidades y regiones. Quimeras, que dirían algunos.

La ambigüedad de la máxima ley del Estado ha ido bien hasta que ha dejado de funcionar. Durante más de treinta años, hemos aceptado a la fuerza (los catalanistas y los que no) que Catalunya era constitucionalmente una nacionalidad. En un prodigio de malabarismo, a la vez, los legisladores y ciudadanos catalanes hemos sostenido que Catalunya es una nación, etiqueta que, al no tener efectos prácticos, Madrid ha tolerado como los padres hacen con una criatura que proclama ser Superman. Recuerden que, en el largo preámbulo del Estatut vigente, se llegó a escribir esto: «El Parlament de Catalunya, recogiendo el sentimiento y la voluntad de la ciudadanía de Catalunya, ha definido Catalunya como nación de una manera ampliamente mayoritaria». Aceptamos y votamos -yo también- que nuestra condición nacional es sólo un juicio de valor de los legisladores autonómicos y no un hecho histórico. Seamos sinceros y severos con nosotros mismos: el error cometido es mayúsculo, es un autogol sensacional, nunca deberíamos haber transigido con una ocurrencia tan lesiva.

Alguien puede pensar que todo esto es nominalismo, un recreo que no va a ningún lado. Falso. Las palabras reflejan el conflicto y el malentendido muy claramente. En los Estatuts de 1979 y del 2006 aparece varias veces la expresión «pueblo catalán» para designar un sujeto colectivo que, a la hora de la verdad, nadie reconoce -de momento- fuera de Catalunya. Cuando algunas personalidades proponen que en un hipotético referéndum sobre la independencia tendría que votar todo el cuerpo electoral español no hacen más que ser fieles a la letra y al espíritu de la Constitución. Si somos una parte del todo -aunque representamos casi el 20% del PIB- tenemos que aceptar que el todo marque el camino. La parte, como su nombre indica, trocea. El todo, en cambio, encarna la armonía, el bien y la belleza. «La unidad de destino», para decirlo a la manera de unos nacionalistas armados que sí utilizaron las escuelas para adoctrinar.

¿Se acuerdan del grito reivindicativo de hace unas décadas? «Som una nació». Eso era nacionalismo catalán o catalanismo de afirmación elemental, un mensaje que quería evitar que nos tomaran por lo que no somos. Hoy, el catalanismo ha evolucionado y plantea que el pueblo catalán puede ser algo concreto, por ejemplo un Estado de Europa. Es una solución (prohibida e imposible según la legalidad vigente) para evitar que esta sociedad diferente que es la catalana acabe empobrecida y marginada por la falta de recursos y poder. Una solución no contemplada, una pared que no se podrá saltar, aseguran. Pero la legalidad es un producto de los hombres y de la historia, incluida la Constitución de 1978. Como demostró la transición, es la política la que crea la ley y no al revés. La salida del franquismo culminó sin una nueva guerra porque las leyes fueron de goma. Los juristas van detrás de los políticos, aunque algunos quieran hacer creer lo contrario. A veces, como ha pasado con el TC, los juristas han ido deliberadamente contra la política y la han bloqueado de manera irresponsable.

El pueblo catalán es un fantasma legal pero no es invisible, como se hizo patente el día 11 de septiembre. El proceso en el cual nos encontramos es una batalla pacífica para conseguir que los catalanes tengamos el derecho de decir lo que conviene a los catalanes. Y, llegado al caso, algunos pensamos que la elección consistirá en seguir siendo españoles de segunda o ser europeos de primera. Mírenlo así.

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