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Francesc-Marc Álvaro | El mes dels catalans
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11 oct 2012 El mes dels catalans

Hoy se cumple un mes desde la gran manifestación del Onze de Setembre que ha acelerado el tiempo histórico, ha cambiado la agenda política y ha hecho emerger una nueva Catalunya que -como algunos hemos ido avisando en medio de no poca incredulidad- responde a cambios muy profundos que han tenido lugar los últimos años. Hoy hace un mes que una parte central y activa de la sociedad catalana salió a la calle para expresar la voluntad de cerrar una etapa y empezar un camino nuevo. Del malestar hemos pasado a la ilusión y a la normal incertidumbre ante un escenario imprevisto. Y Catalunya, de sopetón, llena portadas en la prensa internacional.

La manera frontal y poco inteligente como el Gobierno español, los poderes del Estado, los creadores de opinión y los medios de Madrid han reaccionado ante la oleada independentista manifiesta un problema grave, para todos ellos: no hacen un diagnóstico serio de lo que está pasando en Catalunya. Primero, despreciaron la manifestación de la Diada y su significado y, después, han querido presentar estos hechos como un calentón o una mera operación táctica del Govern y de CiU para ganar escaños, evitar el aprieto de los nuevos presupuestos y esconder los recortes. Lástima que la realidad desmonte esta simplificación: lo primero que declaró Artur Mas una vez anunciado el adelanto de las elecciones fue que, en caso de ser reelegido, continuaría la muy impopular política de austeridad.

A muchos -dentro y fuera de Catalunya- los cuesta entender que Mas ya no tenga nada que ver con aquella praxis pujoliana de llorar para mamar en Madrid, y exagerar el enfado por delante mientras se aceptan las rebajas por detrás. Eso es lo que más desconcierta a las élites. Eso y el hecho de comprobar que el presidente catalán va en serio, y que no se deja impresionar por las durísimas recriminaciones de los que presentan su interés particular como si fuera el general.

Para valorar cómo de seria y meditada es la apuesta de Mas por un Estado propio hay que saber que estos dos años del líder nacionalista gestionando la precariedad desde el Palau de la Generalitat le han convencido de que aquella transición nacional que él formuló en su investidura debería ser más atrevida. Por dos motivos: el estrangulamiento estructural de las finanzas autonómicas y la actitud indisimuladamente desleal del Gabinete Rajoy, que aprovecha la crisis para cuestionar las comunidades y demostrar quien manda. Al cartesiano de piedra picada se le acaba la paciencia. El clamor del Onze de Setembre más la negativa a negociar el pacto fiscal precipita una decisión que Mas llevaba meses considerando con sus colaboradores y que es irreversible y estratégica, al contrario de lo que se creía -hasta hace poco- en la Moncloa.

La reciente intervención de Ruiz-Gallardón en este debate sugiere -parece- un cambio de rasante en la respuesta del Ejecutivo popular. Visto que la tesis de «Catalunya no saldrá adelante sola» no acaba de ser lo bastante creíble, se lanza la tesis «España necesita a Catalunya para sobrevivir en esta Europa tan complicada». Con este nuevo mensaje, el Gobierno transmite -sin querer- improvisación, debilidad, inseguridad y aquello que hemos apuntado antes: falta de diagnóstico. Nada que ver con el estilo del Gobierno británico, que ya ha aceptado negociar los términos del referéndum, que se celebrará en el 2014, con los nacionalistas escoceses.

Volvemos a nuestra Península. Mientras la defensa del statu quo se basa en el carácter intocable de la Constitución de 1978 y en el catálogo de desgracias que van ligadas a la secesión, el soberanismo tranquilo que han asumido muchos catalanes y que Mas ha expresado en sus últimos discursos ha conseguido fijar esta causa sobre dos puntos muy potentes: a) es normal que, a principios del siglo XXI, una colectividad que se considera nación pueda votar lo que quiere ser políticamente; b) la sociedad catalana recibe un trato injusto por parte del Estado, sobre todo fiscal. Esto ha sido recogido por medios extranjeros.

Durante este último mes, muchos de los que pensaban saber cómo era Catalunya han pasado de la burla al desconcierto y del desconcierto a la irritación. Establecer analogías entre las manifestaciones de independentismo cívico en un Barça-Madrid y las concentraciones nazis, además de ser una corrupción intelectual que desacredita a quien lo escribe, no ayuda a comprender nada. Por cierto, lástima que estas perlas de odio no sean nunca denunciadas por los compiladores de las supuestas falsedades del catalanismo. Lástima, porque entonces el debate de ideas no consistiría en expulsar al rival cuando uno queda descolocado.

Aunque el Gobierno de Rajoy lo está haciendo muy mal nos equivocaríamos si pensáramos que los poderes formales y fácticos de España irán siempre por detrás. Acabarán haciendo un buen diagnóstico. Por lo tanto, todo está abierto. Pero, dicho esto, también debemos ser conscientes de que nadie llega a este desencuentro por gusto. Detrás hay un ejercicio de sinceridad. Como escribió Isaiah Berlin, «tarde o temprano, se plantean las cuestiones nacionalistas: ‘¿Por qué tenemos que obedecerlos?’, ‘¿Qué derecho tienen a…?’, ‘¿Qué pintamos nosotros?, ‘¿Por qué no podemos…?'». Y estas preguntas acaban fabricando el futuro.

 

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