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Francesc-Marc Álvaro | La política, com el macramé
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25 oct 2012 La política, com el macramé

La pregunta no tiene tan mala sombra como parece: ¿son muy caros los políticos (nuestros)? Lo digo porque, inmediatamente, hay que hacer otra, que quizás es más interesante: ¿qué le costaría a la gente un mundo en el cual todos los políticos fueran voluntarios sin percibir un salario? La respuesta, a partir de ahora, ya no será puramente teórica. Gracias a María Dolores de Cospedal, número dos del PP y presidenta de Castilla-La Mancha, dispondremos de un caso práctico. A partir del año que viene, los 49 diputados de la Cámara autonómica de aquella comunidad no cobrarán ningún sueldo y sólo recibirán una compensación en concepto de dietas. Esta iniciativa ha descolocado a mucha gente, empezando por los miembros del Gobierno de Rajoy, que han pasado de puntillas sobre el asunto. Muchos otros, en cambio, lo han criticado duramente, sobre todo por el cariz populista y oportunista que destila.

Desde hace mucho tiempo, los barómetros mensuales que realiza el CIS señalan que los ciudadanos de España consideran que la llamada clase política y los partidos son el tercer problema, por detrás del paro y la crisis económica en general. Es un dato más aterrador de lo que parece, porque transmite una desconfianza extrema hacia los que nos representan y los que gestionan el bien común. Ahora bien, la desafección democrática ya no es noticia y se ve alimentada de manera constante por dos tipos de patologías: la corrupción (a la cual los medios prestan atención) y la incompetencia (que no merece grandes titulares pero revienta las instituciones). Es sólo una hipótesis, pero la crisis tiene un efecto beneficioso imprevisto: los gobernantes incompetentes quedan más en evidencia que durante la época de vacas gordas. Dicho lo cual, es justo hacer notar que la escasez de recursos también consolida al político serio que trata cada céntimo con rigor y sentido común.

Cospedal es una dirigente en tensión permanente y con muchas ganas de hacer carrera, actitud legítima. Su meta no es presidir una autonomía, eso está muy claro, porque para los dirigentes castellanos la gran política (la de verdad) está en Madrid. Como baronesa territorial con más poder, Cospedal debe mantener su popularidad bien alta y, para lograrlo, nada mejor que tocar la fibra más castigada del contribuyente: el sueldo de los políticos. Si hay que hacer la pelota, utiliza un elemento que se presta a la demagogia fácil.

No cuesta mucho ver que la decisión del PP de Castilla-La Mancha, en vez de restablecer el prestigio de la política, certifica -paradójicamente- las sospechas más turbias: el sueldo de los políticos es un saqueo intolerable, la política es una actividad de aprovechados y vividores, formar parte de un Parlamento es un veraneo bien pagado, etcétera. El daño que esta medida hace es considerable y pone una magnífica pista de aterrizaje a los discursos extremistas (de derecha y de izquierda) típicamente antipolíticos, hoy muy presentes por toda Europa. También aquí.

Los diputados castellanos retornarán -pobrecitos- al siglo XIX, cuando las democracias censitarias eran un juego cerrado de prohombres que podían permitirse hacer política porque habían amasado una buena fortuna. Pero ha llovido mucho desde los tiempos de Larra (aunque algunas embajadas españolas parecen dignas de las páginas de Valle-Inclán) y, hoy, hacer de diputado de una Cámara que tendrá que gestionar más de 7.000 millones de euros no es ningún recreo, si se tiene una mínima conciencia de servicio público y responsabilidad. La complejidad de los asuntos públicos exige un cierto nivel de profesionalización, que nunca tendría que significar inmovilismo ni desconexión de la realidad. A la vez, hay que lamentar que haya demasiados políticos sin una profesión a la cual poder volver cuando toca.

Entre vivir para la política y vivir de la política el gesto de Cospedal para lucir en la vitrina es una regresión objetiva del concepto de democracia. Y manifiesta una falta de perspectiva histórica alarmante, que sólo puede tener una derecha (o una izquierda) que quedó al margen de la Segunda Guerra Mundial. Si la cultura democrática en España fuera más sólida, no se habría perpetrado esta ocurrencia. La transición construyó una democracia sin prestar mucha atención a una previa imprescindible: borrar los efectos del autoritarismo tácito en la mentalidad general.

Un diputado que no cobre nos está diciendo que la actividad política es un lujo y un ocio que, en realidad, está sobredimensionado. Inmediatamente, todo se convierte en prescindible y sustituible: o por una minoría de técnicos que nadie ha votado (tecnocracia), o por un caudillo infalible (populismo ultraderechista), o por una asamblea inteligente (populismo de izquierdas). Además, un diputado sin salario, tarde o temprano, quizás querrá cobrar de otras maneras. Entonces, el remedio será mucho peor que la enfermedad.

Todo el mundo está de acuerdo en que los partidos deben cambiar para abrirse, como han de hacerlo los parlamentos y los gobiernos, para acercar más las decisiones al ciudadano. Pero todo esto no tiene nada que ver con dar a entender que ser diputado es como ir un rato al gimnasio.

 

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