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Francesc-Marc Álvaro | Com si fóssim ianquis
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08 nov 2012 Com si fóssim ianquis

Nos fascina la política de Estados Unidos. ¿Por qué? Porque es la del centro del imperio. Sería una primera respuesta y no es mala, pero es incompleta. Hay otros factores que nos hacen estar pendientes durante días y semanas de la gran batalla que decide quién ocupará el mítico despacho oval de la Casa Blanca.

En primer lugar, está el espectáculo. Los estadounidenses han sabido, mejor que nadie, convertir la democracia en una gran celebración colectiva que tiene todos los elementos de las buenas historias, las que captan al público. Podríamos pensar que eso es un producto relativamente reciente, desde el día en que la televisión nos permitió contemplar el rostro de los candidatos más de cerca de lo que lo hacían sus familias. Pero haríamos trampa, porque en el mundo anterior a la televisión ya existían, en EE.UU., todo tipo de de recursos que trataban de hacer interesante la pugna democrática, desde desfiles con bandas de música hasta pruebas deportivas. Que el votante norteamericano deba inscribirse previamente para poder depositar la papeleta en la urna también influye a la hora de inventar cebos para movilizar al ciudadano.

En segundo lugar, la política estadounidense tiene la capacidad de ofrecer, de vez en cuando, grandes figuras, líderes con un relato que interesa más allá de las fronteras de la Unión. Obama es el último caso, pero también lo fueron otros antes, cada uno a su manera: Clinton, Reagan, Kennedy, Franklin D. Roosevelt, Wilson –tan importante en la reconfiguración del poder en Europa después de la Primera Guerra Mundial– o Theodore Roosevelt, que Prat de la Riba menciona en La nacionalitat catalana y define como “encarnación integral del genio americano”, a la vez que reclama que los catalanes “seamos americanos”. Más lejos en el tiempo, Lincoln, Jefferson y Washington, el primero de todos los presidentes, son personajes que relacionamos con empresas heroicas y cambios trascendentales que han influido hasta hoy. La mayoría de los políticos de todo el mundo actúa a partir de rutinas y técnicas inspiradas en esta gran fábrica de liderazgos.

En tercer lugar, encontramos el diálogo con el pasado y la tradición, que impregna cualquier misión política. Es paradójico en una nación que no tiene ni trescientos años de historia y que edifica sus instituciones a partir de una particular adaptación y recreación moderna de la Roma republicana, idealizada por las élites que se convirtieron en los codificadores de la revolución americana. La vibración especial que un presidente necesita para conectar con las mayorías no puede prescindir de esta mirada, que puede combinar grandeza y autocrítica, ejercicio que los europeos no hacemos con naturalidad.

En este sentido, resultó brillante el primer discurso de Obama como presidente, hace cuatro años. Era un repaso a la historia observada desde el punto de vista de los de abajo: “Por nosotros empaquetaron sus escasas posesiones terrenales y cruzaron océanos en busca de una nueva vida. Por nosotros trabajaron en condiciones infrahumanas y colonizaron el Oeste; soportaron el látigo y labraron la dura tierra. Por nosotros combatieron y murieron en lugares como Concord y Gettysburg, Normandía y Khe Sanh. Una y otra vez, esos hombres y mujeres lucharon y se sacrificaron y trabajaron hasta tener las manos en carne viva, para que nosotros pudiéramos tener una vida mejor”.

En cuarto lugar, y como la otra cara de la moneda, está el futuro que se puede tocar. Cuando las trece colonias se rebelaron contra la corona británica y se declararon independientes, no querían únicamente escapar de unas leyes que consideraban injustas, también anhelaban romper con un mundo obsoleto de privilegios y agravios para poder conquistar el futuro. Thomas Paine, que escribió el famoso panfleto Sentido común en 1776, en medio de la revuelta contra los ingleses, expresaba una idea poderosa: “No me inducen motivos de orgullo, partido o resentimiento a adherirme a la doctrina de la separación y la independencia; estoy claramente, positivamente y concienzudamente convencido de que es el verdadero interés de este continente que sea así; que cualquier otra cosa que no sea eso es un mero remiendo, que no puede ofrecer una felicidad duradera, que deja la espada en manos de nuestros hijos”. Y, en otro párrafo, el mismo Paine salía al paso de un argumento no muy original: “He oído decir a algunos hombres, muchos de los cuales creo que hablaban sin pensar, que temían la independencia por miedo a que ocasionara guerras civiles. Sólo raramente nuestros primeros pensamientos son realmente correctos, y así es el caso aquí; porque hay diez veces más que temer de una unión remendada que de la independencia”. Vivir en el futuro antes que nadie era el proyecto de los que imaginaron un gobierno nuevo para una sociedad nueva, donde cada uno –los esclavos negros, sin embargo, tendrían que esperar– podía aspirar a ser lo que quería ser.

Y, finalmente, la política en EE.UU., a pesar del peso de los grandes grupos de interés, el nivel de abstencionismo y los costes altísimos de las campañas, sigue siendo un proceso que va de abajo hacia arriba, en el cual los ciudadanos tienen más poder de lo que parece, como demuestran las primarias. Un poco de esta sal nos iría muy bien aquí.

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