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Francesc-Marc Álvaro | Amistat en quarantena
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13 dic 2012 Amistat en quarantena

Hay cosas que dan pereza aunque despiertan la curiosidad. Por ejemplo, la discusión sobre las diferencias emocionales, sentimentales y similares entre hombres y mujeres, sobre todo si van revestidas de la voluntad de establecer categorías concluyentes sobre el comportamiento de nuestra especie. Reconozco que es un terreno vastísimo por explorar, pero también debemos admitir que es una selva de tópicos. Por otra parte, es innegable que hay un mercado cultural enorme en torno a estos asuntos, y eso impresiona, al margen de los gustos. Ahora bien, sobre si los hombres siempre somos de Marte y las mujeres de Venus, mi escepticismo no hace más que crecer a medida que me salen más canas.

A pesar de mis prevenciones, he ido a ver la última película de Cesc Gay, Una pistola en cada mano, porque el talento de este cineasta es de solvencia contrastada. Su última película es un retrato, descarnado y delicado al mismo tiempo, del macho contemporáneo que ronda los cuarenta años, muy bien contrapunteado por figuras femeninas que resultan ser más inteligentes, observadoras, sutiles y vivas que sus parejas. Mentiría si dijera que no conozco tipos como los que interpretan de manera espléndida todos los actores que dan vida a estas pequeñas fábulas que nos propone Gay. Conozco a varios de ellos y ustedes también. Para ser justos, hay que añadir que también conozco mujeres que exhiben actitudes similares o equivalentes a las de los personajes masculinos. Quiero decir que la masculinidad o la feminidad intrínsecas de ciertas actitudes que hoy son muy visibles entre el personal urbano occidental de mi quinta no deja de ser una apreciación subjetiva. Siempre y cuando -quiero curarme en salud- no surja alguien con decenas de estadísticas para explicar que, efectivamente, el hombre y la mujer son como la noche y el día usando, por ejemplo, el móvil o la escobilla para el váter.

Dicho esto, de todas las peripecias que Una pistola en cada mano nos muestra, la que más me ha interesado es una en la cual se nos viene a decir que, mientras las mujeres que son amigas se conocen bastante bien porque hablan de cosas importantes, los hombres no conocemos de verdad a nuestros amigos aunque creemos que sí. Vale la pena pensar un poco en ello, porque está en juego -me parece- la calidad de nuestra amistad, un hecho inusual en un mundo donde la mirada cuantitativa -¿cuántos amigos tienes en Facebook?- lo domina casi todo.

De hecho, Gay nos invita a reflexionar sobre la naturaleza de la información que mujeres y hombres usamos en nuestras relaciones interpersonales. En términos técnicos, la conclusión provisional de la película es algo descorazonadora: los machos intercambiamos mucho ruido pero simulamos que es información mientras ellas van al meollo con mucha más facilidad. Tiro un poco más del hilo, a riesgo de sacar conclusiones precipitadas: las mujeres serían más capaces que los hombres de transportar, conservar y transmitir información sustancial, lo cual las haría más hábiles para amasar y crear conocimiento sobre la marcha. Ellas estarían, a priori, en una posición de ventaja para entender y avanzar en esta sociedad del conocimiento, donde el trabajo más relevante es distinguir el grano de la paja y no perderse en medio del exceso de datos. Ensayo una tesis posible: las mujeres podrán dominar más esta época de cambios radicales pues no se confunden y saben que lo importante es la luna y no el dedo que la señala.

Si el cine sirve para iluminar la vida -y el buen arte lo hace siempre-, me queda claro, tras ver esta película, que las mujeres fundamentan la amistad en el conocimiento mutuo y los hombres quizás en otras cosas. ¿En qué? Dejando de lado a los hombres que se ven a sí mismos como un toro -hay un español con un cargo importante que se ha definido de esta manera-, el catálogo puede ser muy amplio. ¿Qué nos gusta hacer cuando nos encontramos con los amigos? Eso daría algunas pistas, pero nuevamente nos tienta el tobogán del tópico. «¿De qué hablas con tu amigo?», le pregunta uno de los personajes femeninos a uno de los hombres extraviados que aparecen en la gran pantalla. ¡Uf! ¿De qué hablamos con quien consideramos amigos? ¿De qué callamos? Los silencios también forjan amistades, los que nacen de la discreción y los que provienen -por ejemplo- del dolor. «Lo mejor queda por decir», advertía el abuelo. He ahí la clave de una investigación que cada uno puede sacar adelante en el laboratorio improvisado de su día a día.

No todos somos Montaigne y su querido Étienne de la Boétie, fabricantes de una amistad ejemplar que el cazador de tendencias de hace ocho años quizás habría calificado de metrosexual. No somos caballeros que pasean entre las viñas mientras la sombra del castillo nos mira y dos perros ladran. La velocidad de nuestra experiencia supongo que debe afectar a la textura de la información que intercambiamos cuando estamos con los amigos. Llegamos a la amistad un poco desfibrados, como si llegáramos tarde a todo. ¿Quién quiere hablar seriamente en este estado? Quizás las mujeres -es sólo una hipótesis- se esfuerzan más en dominar esta velocidad y por eso tienen premio. O quizás todo es una enfermedad que se acaba cuando te alejas de la cuarentena, como quien sale de una tormenta.

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