ajax-loader-2
Francesc-Marc Álvaro | El buit absolut
4754
post-template-default,single,single-post,postid-4754,single-format-standard,mikado-core-2.0.4,mikado1,ajax_fade,page_not_loaded,,mkd-theme-ver-2.1,vertical_menu_enabled, vertical_menu_width_290,smooth_scroll,side_menu_slide_from_right,wpb-js-composer js-comp-ver-6.0.5,vc_responsive

07 feb 2013 El buit absolut

Cuando casi todos los poderes formales -y parte de los informales- no pueden someterse a la cosmética reformista de circunstancias y tampoco se atreven a aplicarse amputaciones para detener la gangrena, aparece el riesgo del vacío absoluto democrático. Jordi Barbeta lo resumía muy bien el domingo: «Las instituciones del Estado están cuestionadas o en crisis, de la primera a la última». El carnaval arranca hoy, pero en la España y la Catalunya oficiales ya hace meses que vemos caer máscaras. El vacío absoluto no es una hipótesis, es una posibilidad fundamentada en muchos casos.

Por eso, aunque en el centro del escenario está el presidente del Gobierno y la cúpula del PP, no habría que equivocarse en el análisis: eso no es la crisis de un partido, ni la de un gobierno, ni la de un régimen. Eso es la implosión de una época agotada. Si fuéramos franceses del siglo XX, refundaríamos la república con la ayuda de un De Gaulle y parecería que ponemos el marcador a cero. No es el caso. Estamos en un contexto sin precedentes, aunque se pueda jugar a las analogías históricas: la enorme velocidad de los acontecimientos actuales no permite buscar modelos en el pasado. Esta velocidad -multiplicada por las consecuencias fuera de control- supera las rutinas de los políticos y favorece la sensación de colapso sistémico.

El vacío absoluto democrático es un territorio donde el ejercicio de la política se hace más difícil que nunca, por no decir imposible. ¿Por qué? Muy sencillo: porque los dirigentes no tienen ni tiempo ni energías para dedicarse a otra cosa que no sea salvar su credibilidad (en detrimento del proyecto que dicen defender) y, entonces, colocan en un segundo lugar el resto, incluida la lucha contra la crisis. En el vacío absoluto, la clase política sólo se ocupa de mantener la cabeza fuera del agua y pierde de vista su función primigenia, que es administrar el bien común de acuerdo con el mandato de las urnas. Por eso hablamos tanto de la estrategia comunicativa de Rajoy en vez de analizar sus decisiones sobre el paro. Si la política (bajo sospecha) acaba siendo el problema principal de los políticos, es obvio que los problemas de más entidad serán relegados. En el vacío absoluto, los gestos y discursos oficiales acaban desprendiendo un aire de irrealidad que incrementa la sensación de fatalismo. El conocimiento de la corrupción indigna, pero también puede instaurar el reino de la indiferencia.

Tecnócratas y populistas aspiran a ser la alternativa en el vacío absoluto. Son la doble cara de la fatiga y la desesperanza. Su especialidad es eludir la complejidad y sacar conejos del sombrero. La versión antigua de eso es el dictador, dispuesto a salvar la patria aunque tenga que cargarse a la mitad de sus compatriotas.

Los tecnócratas de hoy exhiben una matrícula comprada en Bruselas, lo cual no los hace menos perversos. La ilusión infantil de una gestión neutral acompaña la llegada de los tecnócratas, que se presentan como mecánicos providenciales de unos poderes averiados. Mientras, los populistas (que pueden tener colores variopintos) prometen soluciones drásticas y aseguran la restauración de la verdad, la honestidad, el orden, la justicia, etcétera. Ante la corrupción de los grandes, las siglas que no han gobernado o que lo han hecho de manera limitada pueden tener ganas de imitar actitudes populistas: vender una política basada en la pureza y la simplificación. Ante el impostor cínico encontramos siempre al impostor fanático, a la espera de la oleada que lo impulse al poder.

Me parece que el camino más efectivo para conjurar el vacío absoluto democrático exige -además de la dimisión automática de los cargos imputados, una ley de financiación de partidos más clara y una justicia más rápida y bien dotada- que las cúpulas de todas las siglas asuman un cambio radical de criterio en dos aspectos especialmente nocivos.

Por una parte, algunos profesionales de las máquinas partidistas han creído, durante muchos años, que ciertos comportamientos irregulares no son corrupción aunque lo parezca; piensan que se trata de una especie de compensación por las renuncias que van ligadas a la dedicación pública. Eso no lo escucharán nunca en público, obviamente, pero se ha aceptado tácitamente y, a veces, se ha insinuado en privado para justificar actuaciones éticamente dudosas que pueden acabar en zonas de alegalidad (a menudo) o de ilegalidad (cuando el exceso de confianza rompe todas las cautelas). Este fenómeno es corrosivo, puede legitimarlo todo.

Por otra, la escasa predisposición de los partidos a asumir responsabilidades, sacrificar a sus cargos imputados y proteger el buen nombre del proyecto que defienden (más que el de las personas que forman parte de él) nos recuerda que las organizaciones políticas están enfermas de endogamia y viven obsesionadas con blindar la descarnada lógica feudal que rige el ascenso dentro de los aparatos. Tocar cualquier pieza de la estructura -y más si esta es relevante- obliga a rehacer los equilibrios internos de poder y cuestiona el dominio de un sector o familia sobre el resto.

Sin la valentía para cambiar estas cosas desde dentro, la lucha contra la corrupción sólo será retórica paliativa para ir tirando, mientras el vacío se ensancha inexorablemente.

Etiquetas: