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Francesc-Marc Álvaro | De classe treballadora
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02 may 2013 De classe treballadora

Ha pasado la fecha del Primero de Mayo en medio de una crisis económica y social que condena al paro a muchas personas. La pérdida del puesto de trabajo o la imposibilidad de acceder al primer empleo -en el caso de los jóvenes- es la gran guerra de nuestro tiempo, un conflicto abierto que va sumando víctimas cada día que pasa. La fiesta del trabajo se ha convertido, ahora y aquí, en la celebración de un bien escaso y codiciado que nos recuerda la enorme distancia entre el mundo para el cual fuimos educados y el mundo que nos ha tocado vivir como adultos.

Aunque el léxico franquista intentó poner de moda la palabra productores para referirse a los currantes, el que acudía diariamente a la fábrica o al taller sabía perfectamente lo que era y lo que no era. Recuerdo a mi madre diciendo «nosotros, la gente trabajadora» y eso quería decir -según lo entendía el niño que yo fui- que en casa vivíamos de trabajar y no de herencias, influencias o privilegios. En el último cuarto del siglo XX, en mi ciudad, ricos, había pocos. Los indianos con una gran fortuna formaban parte de la mitología y el folklore locales. La mayoría eran trabajadores: en la mar, en la tierra o, sobre todo, en la Pirelli, la gran industria que ha dado trabajo a varias generaciones en Vilanova i la Geltrú. Al margen de este gran grupo, estaban los médicos, los maestros, los funcionarios del Ayuntamiento y los que tenían tienda o algún negocio.

A pesar de la dictadura y las dosis de anestesia inyectadas sistemáticamente sobre la generación de mis padres, puedo decir que siempre existió algo parecido a lo que técnicamente se conoce como conciencia de clase. Quizá sólo era una intuición sencilla, hija de la memoria y de la costumbre, sin acompañamiento ideológico. Pero era una forma de conciencia y también de orgullo. En el terreno de las actitudes más que de las ideas, mis padres se sabían parte de una clase -la más numerosa- que el régimen no mencionaba o que desfiguraba con aquella propaganda sobre «honrados productores que saludan al Caudillo en la festividad de San José Artesano». Ser gente trabajadora quería decir tener claras algunas cosas: que el esfuerzo es imprescindible, que no te regalarán nada y que hay que calcular muy bien cómo pagarás lo que compras. Esta moral dio -me parece- consistencia al crecimiento económico de los años sesenta y setenta. Cuando, después de varios años en la fábrica, mi padre pudo abrir un negocio de pintura con mis tíos, mantuvo los mismos valores. Ser obrero o pequeño empresario no modificó su visión: había que trabajar siempre y ser fiel a los compromisos adquiridos. Agradezco haber crecido en este ambiente.

Se habla mucho de la desaparición o empobrecimiento de la clase media a raíz de la crisis que estamos viviendo. Supongo que mis padres, superada una cierta edad y de acuerdo con la extensión de un nivel de bienestar, se convirtieron un buen día en clase media. Una clase media tirando a baja, que pudo enviar a uno de sus hijos a la universidad pública y que se dio algún gusto modesto, pero que tuvo el buen juicio de no gastar más de la cuenta y, sobre todo, de no perder de vista aquella moral de clase trabajadora que se había forjado muchas décadas antes de que Pep Guardiola nos recomendara levantarnos temprano.

El deterioro de la actual clase media pone al descubierto, muy descarnadamente, una ruptura dolorosa entre los valores de los padres y los de los hijos de esta antigua clase trabajadora que hizo la travesía del franquismo a la democracia con un gran sentido común y con unas dosis de sacrificio que ahora cuestan de entender. El amigo Puigverd ha hablado aquí, algunas veces, de los efectos nocivos que ha tenido la desaparición de los valores fuertes que informaron la cultura obrera de las periferias surgidas con la inmigración y de cómo eso ha extraviado a una parte de los jóvenes catalanes, incapaces de encontrar referentes y sentido en una sociedad donde el dinero rápido y fácil ha dado paso a la precariedad. Tiene razón. En este sentido, todavía no tenemos bastante perspectiva para comprender en qué momento esta moral de clase trabajadora dejó de ser un ancla fiable precisamente entre los que más podían disfrutar directamente de los frutos del ascensor social. ¿Fallaron las actitudes o los ejemplos que debían difundirlas? Cuesta decirlo y más hoy, cuando un banquero se jubila con una pensión de 88 millones de euros o cuando el fiscal pide prisión para otros cuatro exdirectivos por haberse atribuido pensiones millonarias sin pasar por los órganos de control.

Ahora se habla de implantar aquí los minitrabajos que ya hace tiempo que funcionan en Alemania. Supongo que en algunos sectores pueden ir bien, pero esta fórmula no encaja nada con lo que dirigentes políticos y empresariales pregonan siempre: debemos salir de la crisis a partir del valor añadido y de la excelencia. Un minitrabajo es una solución provisional y no parece el mejor camino para crear plantillas implicadas y profesionalizadas, competitivas. Los que estamos orgullosos de ser hijos de la clase trabajadora y tenemos memoria preferimos poner de moda otra vez la figura del aprendiz -basada en el mérito y la continuidad- que tener que aceptar unos empleos en los que siempre se está empezando de cero.

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