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Francesc-Marc Álvaro | Mandela i les coses normals
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28 jun 2013 Mandela i les coses normals

Mandela pasó más de un cuarto de siglo en prisión porque se opuso a una forma especialmente abyecta de opresión política, social y económica. El apartheid fue un régimen abominable que, durante mucho tiempo, fue aceptado por las grandes potencias sin ningún problema, con total normalidad. Hoy eso puede parecer extraño porque la memoria es débil ante determinadas circunstancias. Salvando todas las muchas distancias geopolíticas, fue la misma lógica de la guerra fría que había sostenido la dictadura de Franco el factor que blindó la tiranía racista organizada por la élite blanca de Sudáfrica. El miedo al comunismo guardaba la viña. El reformismo de Gorbachov y la caída del muro de Berlín fueron determinantes para poner en marcha la transición sudafricana, como lo fueron la pérdida de valor de la moneda y la interrupción de las inversiones extranjeras, que mostraban la escasa inteligencia de unos políticos incapaces de leer los cambios, empeñados en preservar unas estructuras que se iban pudriendo y que exigían, para ser sostenidas, más y más violencia.

Antes de las sanciones y los boicots internacionales, la Sudáfrica del apartheid era una realidad que, durante muchos años, sólo indignaba a una pequeña minoría muy concienciada. Mandela es hoy un icono de la libertad y los derechos humanos, admirado en todas partes, pero fue un perfecto desconocido para la mayoría de la opinión pública de aquel mundo en que nacimos. Es fácil pensar que eso no pasaría en este presente donde la información y la indignación pueden circular a gran velocidad. Es fácil pero es erróneo, porque los hechos nos desmienten de manera contundente. El ejemplo más claro lo tenemos en la manera como nos posicionamos sobre la dictadura mayor del planeta, con capital en Pekín. De China nos preocupa, sobre todo, la competencia comercial, la influencia que tiene sobre nuestras economías y la apertura a los negocios occidentales de un mercado gigantesco. A algunos, el régimen chino les provoca tanta admiración que no tienen vergüenza alguna en proclamar las virtudes de un sistema que ha reunido lo peor del capitalismo y del comunismo bajo un maquillaje de productividad y eficacia que aquí no querríamos ni locos.

De los Mandela de China, en cambio, hablamos poco. A veces, algún disidente es noticia, pero el asunto se olvida rápidamente, no sea que los gobernantes chinos se enfaden. Acostumbramos a referirnos a China dejando de lado las muchas opresiones sobre las que se ha producido el milagro de la potencia emergente. En estos momentos, hay miles de Mandela que, encerrados en prisiones chinas, piensan que algún día harán posible el cambio. Ellos saben que la normalidad de China es un espejismo a gran escala, legitimado por una combinación especial de silencio, cinismo y estupidez.

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