04 jul 2013 De Vicens Vives a Dyango
El colega Iu Forn, con su agudeza habitual, me ha robado el título que yo quería para este papel a propósito del caso del cantante melódico que ha asumido la bandera soberanista: «Dyango, un heroi per accident». En su artículo en el Ara, el amigo Forn destaca la naturalidad con que, hace unos días, el artista respondió -siempre muy educadamente- a los tertulianos de una cadena televisiva española que se escandalizaron y enfadaron porque se había sumado al Concert per la llibertat, donde fue recibido y aplaudido con especial afecto. Las respuestas del ciudadano Josep Gómez i Romero -conocido en los escenarios como Dyango- constituyen una de las mejores explicaciones de lo que siente y piensa hoy mucha gente en este país, y tienen la enorme virtud de la claridad, la sencillez y la autenticidad. Harían bien algunos que opinan sobre Catalunya desde lejos en escuchar este testimonio. Quizás empezarían a comprender algo.
El soberanismo inesperado de Dyango ilustra lo que está pasando entre las clases medias y sectores populares de aquí, incluido el pequeño y mediano empresariado, el que quiere que la patronal Foment del Treball se hubiera sumado al Pacte Nacional pel Dret a Decidir en vez de juntarse con el PP, el PSC y Ciudadanos. El paso de Dyango no es una anécdota. Que un cantante muy alejado de la tradición y la estética del arte comprometido y la protesta no tenga miedo de decir públicamente «me siento más catalán que español ahora mismo» indica que el cambio de mentalidad que se ha dado es más profundo y de más alcance de lo que parece. Es lo que, desde hace tiempo, denomino «la desconexión». Si yo fuera un político o un periodista allende el Ebro, intentaría averiguar las causas reales de este fenómeno.
«Los artistas, ya se sabe, son de la rauxa», dirá alguien para liquidar la cuestión. Me gustaría recordar que casi todos los cantantes y actores que tomaron parte en el Concert per la llibertat -incluido Dyango- también son lo que hoy se denomina emprendedores. A menudo, arriesgan su dinero (a veces todo su patrimonio) para sacar adelante sus proyectos, y dependen del mercado de una manera tan o más descarnada que un fabricante de grifos o un hotelero, castigados además por un IVA cultural abusivo dictado desde Madrid. ¿Y si fuera el seny empresarial y la previsora mentalidad del botiguer lo que -digamos- pesa más a la hora de decir «basta» en personas que, como Dyango, nunca antes se habían expresado en estos términos? Piénsenlo. Esta es una revuelta de gente ahorradora que vive de su esfuerzo, y por eso siente tanto asco ante Millet como ante Bárcenas.
No está de más recordar que el catalanismo es un movimiento construido por poetas e industriales a caballo de los siglos XIX y XX, cansados unos y otros de un Estado rancio que ellos querían regenerar y abrir a Europa, en beneficio del reconocimiento de la nación catalana, del bienestar de todos los españoles, de los negocios y de la modernización general. El catalanismo supo aunar los intereses y los valores de clases antagónicas, unidas todas circunstancialmente contra una oligarquía miope, sustentada en el caciquismo, el palo y el centralismo. La fuerza del catalanismo como movimiento de masas que articula el país proviene de esta suma y pluralismo interno. Y todavía perdura.
Jaume Vicens Vives define el catalanismo, en el libro Industrials i polítics del segle XIX, como «la culminación de un estado del espíritu que arranca de la crisis del Antiguo Régimen en 1808 y tiene como eje de marcha la línea del moderantismo y como alas desbordantes de un lado el tradicionalismo foralista y del otro el radicalismo liberal». La Diada del año pasado, el Concert per la llibertat, los debates en Foment o la adopción del proyecto soberanista por parte de Dyango y miles de ciudadanos expresan la culminación de un nuevo estado del espíritu -para decirlo con el lenguaje de Vicens- que representa el fin del catalanismo político y la consolidación del soberanismo social. Pero el eminente historiador nos advierte que «un estado del espíritu no es un dogma ni una doctrina», lo cual nos recuerda que el malestar, si no encuentra relato, se acaba desbravando. Doctrina, como bien subraya Vicens Vives, el catalanismo «no la tuvo hasta la generación de 1901». La nueva doctrina del Estado propio fue propulsada por la sentencia del TC sobre el Estatut, el momento en que la transición española en Catalunya se nos deshizo entre las manos como papel apolillado. Podríamos hablar de la generación del 2010. El català emprenyat se está transformando en otra cosa, una multitud de Dyangos que dicen: «Hay que aprovechar la ocasión».
Ahora es como si escuchara la pregunta que Juliana le hacía el otro día a Graupera por Twitter: ¿Y qué pasa con Maquiavelo? Busco pistas en el Vicens de Notícia de Catalunya. Vayamos al Minotauro, que es el poder, según el historiador gerundense. Los catalanes, dice el sabio, no estamos familiarizados con el poder y de ahí todos los males. Todo eso de las derrotas. Es cierto, pero también lo es que ha llovido mucho desde 1953. Dyango -que tenía 13 años cuando Vicens teorizaba sobre las debilidades colectivas- ahora es «sincero y real» como los catalanistas de 1892. No es el único. Un estado del espíritu, un estado propio.