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Francesc-Marc Álvaro | Espriu o Tarradellas
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11 jul 2013 Espriu o Tarradellas

Uno de mis proyectos, para cuando tenga un rato libre, es escribir una obra de teatro en la cual haré hablar a Salvador Espriu y a Josep Tarradellas, el poeta nacional conocido por todo el mundo y el presidente inesperado del cual poquísimos catalanes sabían nada antes de que volviera del exilio. Es una idea que me vino a la cabeza leyendo la excelente biografía que el amigo Agustí Pons ha escrito sobre el mítico escritor de Arenys de Mar, Espriu, transparent (Proa). Pons explica, entre otros detalles, que ambos personajes se conocieron un día de marzo de 1977 en la playa de Canet, en el Rosselló, y también cuenta que Espriu mostró su simpatía y afecto por Montserrat Tarradellas, la hija discapacitada del político. ¿Se imaginan aquella conversación, entre dos figuras tan diferentes? Un intelectual del interior y un hombre de acción de la diáspora, un idealista y un pragmático, un obsesivo de las palabras y un obsesivo del poder, etcétera.

Con todo, lo que me llama más la atención es una carta de Espriu a Ricard Salvat de agosto de 1965, en la cual habla de los escritores del exilio en términos poco amables: «Crec que els de l’exili toquen campanes, ni fan ni deixen fer i, en general, no tenen ni la més petita autoritat moral i la varen perdre assassinant o deixant assassinar, cremar i robar del 36 al 39. I, a més, varen perdre. Per estupidesa i per covardia: aquesta és la meva visió. Cal, políticament, fer foc nou, partir de zero, no d’en Tarradellas, en ell mateix una bona persona. I l’essència o l’ànima, o el que sigui, del país l’hem mantinguda i l’hem salvada (potser) nosaltres, és a dir, quatre intel·lectuals que ens hem quedat, que no hem claudicat i que hem treballat. I vet-li aquí. A més, per sort o per desgràcia, el món del 65 no té res a veure amb el del 39. Desitjo que aquests dissortats i culposos vells no tornin. Almenys, no com a grup. Que es vinguin a morir al país un per un, i que callin. I que deixin fer als joves, no a nosaltres, que hem mantingut, sinó a vostès, que han de realitzar i construir». La carta -divulgada por Núria Santamaria y recuperada por Pons- es más larga y entra en otras consideraciones, pero el fragmento mencionado nos permite constatar la dureza con que Espriu observaba a las generaciones precedentes, responsables de la guerra y del derrumbe.

Doce años más tarde de este juicio tan severo del poeta, el president Tarradellas regresó a Catalunya mediante una operación de Estado que permitía alcanzar, a la vez, dos objetivos. Primero: dar una respuesta a la demanda de autonomía con el restablecimiento por decreto de la Generalitat, única incrustación de la legalidad republicana en la transición. Segundo: frenar el protagonismo de los políticos jóvenes catalanes que -para decirlo como Espriu- debían hacer «foc nou», especialmente el del socialista Reventós y el del comunista Gutiérrez Díaz, líderes de los dos partidos que habían obtenido más votos en Catalunya en las primeras elecciones después de la dictadura; una Catalunya decantada hacia la izquierda era una realidad que preocupaba al gobierno de Suárez y a los poderes fácticos.

El retorno de Tarradellas establecía una continuidad con el pasado reciente del autogobierno a cambio de poner en el centro del tablero de la transición en Catalunya a un líder veterano que no respondía a la lógica de los partidos. Madrid se sabía Maquiavelo mejor que los dirigentes de la Assemblea de Catalunya. Aquel líder inesperado, patriarcal y con el pedigrí del exilio, absorbía la adhesión popular desde el cargo presidencial, era un símbolo más que un actor con poder. Memoria contra verdad. Aquí teníamos cineastas inspirados pero el Estado disponía de servicios secretos. El pasado ayudaba -decían- a construir el futuro a cambio de mantener el presente en segundo término. Pero el mundo de 1977 -como ya había subrayado Espriu años antes- no tenía nada que ver con el de 1939. Durante el trayecto en automóvil entre el aeropuerto de El Prat y el centro de Barcelona, el día de su llegada triunfal, Tarradellas se dio cuenta de que allí donde antaño había huertos y masías aparecían los pisos de Bellvitge. El paisaje y el paisanaje habían cambiado mientras Espriu cantaba la necesidad de rehacer los puentes de diálogo, los de verdad, los que se basan en el respeto.

El poeta nacional fue desmentido por los estrategas de la transición. Los versos de Espriu fueron bandera de lucha contra el tirano, pero la partida la ganaron los astutos redactores de informes de inteligencia. En la foto final, la gente -los que tenían ganas de libertad, amnistía y Estatuto de Autonomía y los que se sumaron luego a eso- no encontró diferencias entre el mensaje de La pell de brau y la famosa frase del «ja sóc aquí», todo iba en la misma dirección. La resistencia cultural interior, la nostalgia del exilio, los cálculos de los nuevos partidos, el obrerismo movilizado y los anhelos de los sectores más politizados de la juventud se iban sumando a una única corriente de cambio. Las reticencias de 1965 se habían silenciado o apaciguado en 1977, aunque Josep Benet y algunos pocos no quisieron fingir que se lo creían. La unidad no fue nunca la unidad.

Sepharad quedó enterrada en la buhardilla mientras hay quien hoy se afana por inventarse un nuevo Tarradellas.

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