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Francesc-Marc Álvaro | El rebel que torna
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07 nov 2013 El rebel que torna

Murió a los 46 años en un accidente automovilístico el 4 de enero de 1960, como si fuera una estrella del cine o del rock. Había nacido hoy hace cien años en Argelia, entonces colonia francesa, y tenía antepasados menorquines por parte de madre. De entre las muchas obras que escribió, hay una que Joan Fuster y Josep Palacios tradujeron al catalán: El hombre rebelde, un ensayo que fue muy polémico en su momento y que describe las trampas ideológicas del siglo XX. En este libro, de más actualidad de lo que parece, Albert Camus, escribe: «Se advertirá, primero que nada, que el movimiento de revuelta no es, en su esencia, un movimiento egoísta. Puede tener, sin duda, determinaciones egoístas. Pero la revuelta se efectuará tanto contra la mentira como contra la opresión». Camus, el rebelde que siempre vuelve, escribía lo que pensaba en una época en la cual muchos masticaban demasiado antes de escribir y practicaban la moral de geometría variable. Lo pagó caro, a pesar de recibir el Nobel de Literatura.

Herbert R. Lottman, uno de los biógrafos más solventes del escritor francés, considera que El hombre rebelde, publicado en octubre de 1951, era «el manifiesto de las intenciones literarias de Camus al mismo tiempo que una exposición de sus tomas de postura pública; era una tribuna en la que podía alzarse para apoyar a sus amigos literarios y políticos (como Char) y demostrar los errores de sus enemigos». Las críticas y reacciones contrarias que generó este libro -más alguna favorable que no hacía ningún favor a Camus- acabaron tapando el debate de fondo que planteaba y todavía plantea hoy. El combate contra los dogmatismos y la voluntad de desmontar los mecanismos totalitarios son tesis plenamente vigentes actualmente. Más allá del clima de la guerra fría y del ambiente de la izquierda cultural francesa de aquellos años, podemos encontrar la vigencia de un pensamiento que fue despreciado por aquellos que entonces ejercían de gurús todopoderosos. Sartre y los suyos fueron terribles con quien había sido compañero y amigo.

Libre, humanista y sin aferrarse a ningún sistema cerrado, Camus ejerció de conciencia incómoda de un tiempo que buscaba verdades pero encontraba consignas en abundancia. En una carta de 1956, escribe esto: «Pero en una época de mala fe, aquel que no quiere renunciar a separar lo verdadero de lo falso está en cierto modo condenado a una especie de exilio». ¿Exiliado? ¿Extranjero? El hombre que había luchado contra los nazis, mientras otras figuras vivían felices en el París ocupado, no había cambiado de actitud después de la guerra. Su escritura se colocaba al lado de los débiles en cada caso, ya fueran los españoles sometidos por Franco o los húngaros que no se resignaban a vivir bajo el dictado de los soviéticos. Los que pretendían tener el manual de la utopía atacaban a Camus tildándolo de pseudofilósofo, de ingenuo, de tonto útil o -¡atención!- de sentimental bloqueado por trampas retóricas burguesas. Por cierto, me hace gracia que ahora, entre nosotros, la palabra sentimental también se utilice como una especie de insulto para desacreditar las demandas democráticas y pacíficas de muchas personas, basadas en razones y cifras bien tangibles.

Separar la verdad de la falsedad es una operación siempre arriesgada. Porque la falsedad tiene muchas caras y la verdad -aunque puede ser empaquetada en muchas interpretaciones- sólo tiene una. En este sentido, ante el conflicto de Argelia, Camus quería evitar la violencia y conciliar lo que él entendía como dos verdades que sentía íntimamente: que el colonialismo era un modelo inaceptable y que los pieds-noirs y la cultura francesa no eran un cuerpo extraño en aquel trozo de África; esta posición, honesta pero difícil de concretar políticamente, lo convirtió en enemigo de todos los bandos.

Rebelarse y dudar. Dudar y rebelarse. Camus no nos ofrece certezas sino caminos de duda que nos invitan a ser autocríticos. «La revuelta es el acto del hombre informado, que posee la conciencia de sus derechos», escribe. A principios del siglo XXI, momento de exaltación de la información, toda revuelta personal o colectiva acaba pasando por una reflexión que se sustente en hechos y no en meras construcciones ideales. Si el siglo XX fue el siglo de las propagandas, el siglo XXI es el siglo del conocimiento, lo cual nos permite suponer que los que tengan la tentación de desfigurar la realidad, para hacerla cuadrar con unos determinados propósitos, se arriesgan de manera temeraria a convertirse en irrelevantes. Hay lecciones a tener presente: negar lo evidente es imposible cuando vivimos en una sociedad en que todos somos receptores y emisores y los datos viajan de manera incesante.

Perdedor y ganador a la vez, Camus nos observa desde algún lugar y parece querer decirnos que no tengamos miedo de mirar los hechos tal y como son, aunque eso exija derrocar falsos ídolos. El tiempo coloca las cosas en su sitio y hoy podemos pensar que el autor de La peste y La caída adivinó la luz del futuro más que aquellos que se vanagloriaban de llevar la antorcha de todas las liberaciones pendientes de la humanidad. Aquel rebelde nos enseñó a detectar a los débiles en cada momento y a decirlo, la actitud más decente, la que debería construir el verdadero progreso.

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