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Francesc-Marc Álvaro | «Ètnic» i altres falsedats
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16 ene 2014 «Ètnic» i altres falsedats

Si tuviéramos que dedicarnos a replicar las muchas falsedades, desfiguraciones y tonterías que diariamente se dicen y escriben sobre lo que pasa hoy en Catalunya, no haríamos otra cosa. Cuando lo analicen los historiadores del mañana, se llevarán las manos a la cabeza. He decidido mirarme con mucha distancia los artículos que presentan mecánicamente el soberanismo como un fenómeno perverso, destructivo, extremista, etcétera. Una cosa es el debate crítico -imprescindible- y otra es la descalificación. Vale más emplearse en otras tareas. Pero hoy haré una excepción. Porque puede servir para clarificar ciertas cosas importantes.

Enrique Gil Calvo, catedrático de Sociología, ha publicado un artículo que sorprende en un académico de su nivel. Por la grave y feliz ignorancia que exhibe sobre la cuestión que comenta. Una parte muy sustancial de sus argumentos, sobre la autoridad paterna y el reparto desigual de la herencia en Catalunya, ya fueron muy bien desmontados el martes, en un sólido artículo en este diario, por el profesor Germà Bel. Pero el sociólogo también hacía otras afirmaciones más generales, que presentaba como hechos probados cuando son -como demostraré- opiniones sin base real, que sólo puedo atribuir al desconocimiento o la frivolidad. El catedrático considera un enigma «la súbita conversión de los catalanes al nacionalismo étnico, victimista y antiespañol» y, acto seguido, se pregunta: «¿Cómo es posible que el pueblo más culto, moderno e ilustrado de la península Ibérica haya caído en semejante regresión irracional?».

Vayamos por partes. ¿Es el actual movimiento expresión de un nacionalismo étnico, victimista y antiespañol? No, rotundamente. Todos los expertos internacionales más acreditados en los estudios sobre la cuestión colocan el caso catalán entre los nacionalismos cívicos basados en el jus soli, muy diferentes y alejados de los nacionalismos étnicos, excluyentes y agresivos, basados en el jus sanguinis.

Michael Keating, en sus trabajos ya clásicos de comparación de los casos de Catalunya, Quebec y Escocia, escribe: «Casi todos los elementos del movimiento nacionalista [catalán] recalcan la necesidad de asimilar a los inmigrantes con preferencia a mantener una diferenciación étnica. Los portadores de nacionalidad son la lengua, las instituciones y la historia de Catalunya más que cualquier mito sobre una ascendencia común. Todo esto da al nacionalismo catalán una fuerte dimensión cívica». Añado que el nuevo soberanismo cuenta, además, con la participación de muchos catalanes castellanohablantes, organizados algunos en entidades como Súmate. Estos trabajan por la independencia sin renunciar a sus raíces españolas, porque entienden que la defensa de sus intereses pasa por un Estado catalán.

El nacionalismo catalán posterior a la Guerra Civil ha sido siempre mayoritariamente cívico. Recordemos el papel importantísimo del PSUC al vincular obrerismo, inmigración y nación catalana. Y recordemos también aquella frase histórica de Jordi Pujol que resume un pensamiento y una actitud compartidos transversalmente por todo el mundo catalanista: «Catalán es quien vive y trabaja en Catalunya, y quiere serlo». Si el sociólogo hubiera hecho trabajo de campo en la Via Catalana, habría visto y oído que allí había gente muy diversa y con todo tipo de apellidos. El president Mas remarcó este sentido inclusivo en Fin de Año: «Catalunya es una tierra donde lo que realmente importa es el destino que se busca y no el origen del cual se proviene». ¿Quién practica el nacionalismo étnico y excluyente? ¿Dónde se ha dicho que una empresa sería alemana antes que catalana? ¿Dónde se acepta que un catalán, por el hecho de serlo, nunca podrá llegar a presidente de Gobierno?

El nacionalismo moderado de Pujol sí era acusado de victimista, porque se basaba en la reclamación constante y táctica de más competencias y recursos. El soberanismo rompe con este discurso de la queja perpetua porque ya no espera que Madrid reparta el poder y, por lo tanto, plantea en positivo una vía que supere el marco autonómico. La propuesta de la independencia es todo lo contrario del victimismo, nace justamente de la fatiga de la queja y del desengaño del proceso del Estatut. Con respecto al supuesto carácter antiespañol del movimiento, es el punto donde el catedrático falla de manera más estrepitosa: lo que hoy da energía y más ilusión a la causa catalana es precisamente su talante constructivo: no se quiere atacar a España, se quiere conseguir un Estado para Catalunya y hacerlo de manera democrática. El soberanismo no tiene nada contra los ciudadanos españoles; el problema es con los poderes del Estado, porque se constata un trato injusto y lesivo contra la sociedad catalana y una falta de reconocimiento.

Considerar que un movimiento democrático y pacífico representa una «regresión irracional» indica que el sociólogo no quiere comprender lo que pasa y prefiere echar mano de tópicos y prejuicios. Michael Billig describe muy bien esta trampa, típica de los que hablan desde la confortable rutina de tener un Estado nación que no les va en contra: «Complejos hábitos mentales naturalizan, y de esta manera omiten, nuestro nacionalismo, al mismo tiempo que proyectan el nacionalismo como un todo irracional sobre los otros».

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