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Francesc-Marc Álvaro | Arqueologia del present
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20 mar 2014 Arqueologia del present

Año 1989. El 12 de diciembre, el Parlament de Catalunya aprobó una proposición no de ley que afirmaba que «el acatamiento del actual marco constitucional no supone la renuncia del pueblo catalán a la autodeterminación». El acuerdo se tomó en comisión, a instancias de ERC, pero el texto final fue fruto de la transacción con CiU. Votaron a favor estas dos formaciones más Iniciativa, CDS (el partido de Suárez) y el diputado Hortalà, que había abandonado a los republicanos. El PSC votó en contra y los representantes del PP se ausentaron. El hecho se produjo sin solemnidades y por la puerta de atrás, un día antes del pleno conmemorativo de los 10 años del Estatut d’Autonomia, que ya mostraba sus limitaciones. El derrumbe del imperio soviético, la reunificación alemana y las demandas de independencia de varias naciones del centro y del este de Europa animaron aquel gesto. El caso del Báltico -letones, lituanos y estonios- generaba mucho interés en el campo nacionalista.

ERC había conseguido seis escaños en los comicios al Parlament del 29 de mayo de 1988, era la penúltima fuerza de la Cámara y representaba un 4,14% de los votos. En aquellos tiempos, CiU tenía 69 diputados y el PSC 42. Los republicanos estaban en pleno proceso de refundación para hacer del histórico partido de Macià y Companys una oferta independentista moderna y no marginal. Àngel Colom convenció a Max Cahner y la proposición salió adelante, con notable incomodidad por parte de Pujol y Roca. Aquellos días, la palabra autodeterminación dejó de ser tabú en Europa y ya no tenía el aire exótico de otras décadas, cuando iba asociada sólo a procesos de descolonización en territorios africanos y asiáticos. El 15 de diciembre, cabalgando acontecimientos imprevistos, el entonces secretario general de la Alianza Atlántica, Manfred Woerner, declaró que «la OTAN se encuentra ante una nueva estructura de Europa en la cual los pueblos deben disponer de su derecho a la autodeterminación y de una libertad democrática para decidir su futuro». El Gobierno del PSOE, para evitar malentendidos, advirtió que lo que era aplicable fuera no era aplicable dentro, todo lo contrario de lo que ahora dice Margallo cuando sobrevuela Crimea. Pujol resumió así el panorama: «Catalunya es como Lituania, pero España no es como la URSS». El independentismo catalán era aún muy minoritario. De todos modos, nada pasa por casualidad: en septiembre de 1986, La Vanguardia dio una larga información, a partir de varias encuestas sociológicas, donde se decía que «el 46% de la juventud catalana ve la independencia como un ideal». Después, aprovechando los JJ.OO. de 1992, algunos de estos jóvenes se manifestaron con pancartas de «Freedom for Catalonia». ¿Qué ha pasado entre ayer y hoy? Aznar, Zapatero y los magistrados del TC podrían explicarlo.

Año 2003. En abril de hace once años, publiqué el libro Ara sí que toca! Jordi Pujol, el pujolisme i els successors (Edicions 62), donde explico el embrollado proceso de relieve en el liderazgo de lo que ha sido, hasta ahora, el nacionalismo político mayoritario en Catalunya. El capítulo final es un epílogo a manera de decálogo, diez preguntas sobre la Catalunya política del postpujolismo. En el punto quinto escribo esto, ensayando un cierto pronóstico: «La asociación automática entre nacionalismo y mundo oficial que ha comportado la larga duración del pujolismo como práctica e ideología de gobierno se verá cuestionada, y no sólo a partir de los eventuales avatares electorales de unas u otras siglas. Puede extenderse desde la sociedad civil un nuevo catalanismo transversal no oficialista que, con voluntad de centralidad, aspire a ejercer de manera autónoma respecto de los partidos y del poder político -sea cual sea- y de sus zonas de influencia más o menos tutelar. ¿Podrá un catalanismo cívico de nuevo cuño fortalecerse en medio de las tensiones que implicará la pugna para establecer nuevas zonas de preponderancia en los cuadrantes del mapa político?».

Es inevitable pensar en la Assemblea Nacional Catalana (ANC), que hace una década no existía. Esta entidad de base ha demostrado una capacidad de organización y movilización sin precedentes, y se ha convertido en un actor principal del proceso, sin querer sustituir a los partidos ni a las instituciones. Junto con el liderazgo de Mas y el compromiso de Junqueras, la ANC es uno de los puntos fuertes del movimiento y por eso hay quien quiere criminalizarla. En este sentido, hay que tomar nota de lo que informó José Antich el martes, desde RAC1: «Dirigentes del PP han pedido al Ministerio de Justicia que, a través de la Fiscalía, se estudie la posible ilegalización de la ANC». Que alguien considere esta posibilidad pone en evidencia dos cosas: el gran desconocimiento de la sociedad catalana que impera en Madrid y la estupidez de aplicar la plantilla vasca de violencia para abordar el caso catalán. El catalanismo transversal y pacífico es la ANC como lo fue la Crida a la Solidaritat hace unos años, pero hoy con mucha más gente detrás, de todo tipo. Por cierto, es curioso recordar que la Crida pedía, a finales de 1989, la reforma de la Constitución española para poder incluir en ella el derecho a la autodeterminación. Santa inocencia.

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