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Francesc-Marc Álvaro | Caldria un Tarradellas
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03 abr 2014 Caldria un Tarradellas

En determinados ambientes de Barcelona, cuando el gin-tonic de la noche rinde homenaje al día que se alarga, algunas almas sueñan con un repentino cambio de guión y especulan con la clonación de la historia. Entonces, a la hora en que la nostalgia se confunde con la impotencia, hay quien querría repetir la jugada de 1977, aquella gran película en la que un anciano político exiliado que nadie conocía fue recibido por las multitudes catalanas bandera en mano, todo bien controlado por Suárez y su Gobierno. «Se necesita un Tarradellas», concluyen algunos, preocupados por un país que ahora les parece demasiado excitado y nervioso… Un país que les cuesta entender.

A veces, es más iluminadora la hemeroteca de La Vanguardia que pilas de documentación en los archivos. A veces, basta con releer lo que se publicó con toda normalidad el año 2002 en este diario. Porque, de vez en cuan- do, la sinceridad imprevista de algunos protagonistas de los hechos históricos nos ahorra suposiciones y conjeturas, y la verdad luce magnífica en medio de la oscuridad. El domingo 20 de octubre del 2002, coincidiendo con el 25.º aniversario de la operación Tarradellas, estas páginas acogieron una entrevista a Salvador Sánchez Terán, gobernador civil de Barcelona en aquel primer momento de la democracia. Según el que fue estrecho colaborador de Suárez, la mayoría alcanzada por los partidos de izquierdas en Catalunya en las primeras elecciones del 15 de junio de 1977 influyó poderosamente en el retorno del viejo president: «En aquel momento preocupó hondamente que Catalunya fuera regida por un gobierno de mayoría socialista-comunista. Eso hubiera creado tensiones tremendas en España, tensiones con Estados Unidos y con Europa, y hubiera cambiado la historia de Catalunya, previsiblemente». A una nueva pregunta del periodista, José María Brunet, Sánchez Terán todavía es más explícito: «La opción estaba entre una mayoría socialcomunista para gobernar Catalunya, o el presidente Tarradellas con un gobierno de coalición, o de concentración, que es la palabra que a él le gustaba. Y entendimos que lo mejor para Catalunya y para España era esta segunda solución». Un ejemplo perfecto de lo que la teoría política denomina el mal menor. El gobernante siempre debe elegir entre opciones malas o muy malas y el talento radica en identificar el mal menor: la decisión que le traerá menos problemas y/o que le permitirá alcanzar más poder.

En lenguaje de escuela de negocios, se podría decir que el retorno de Tarradellas y el restablecimiento por decreto de la Generalitat -único caso en toda la transi- ción de reconocimiento de la antigua legalidad republicana- fue un negocio win-win, porque parecía que ganaba todo el mundo.

Ganaba Tarradellas, que veía reconocido su cargo con toda dignidad y podía volver a casa por la puerta grande. Ganaba la oposición democrática, que había luchado por la recuperación de las instituciones de autogobierno. Ganaba el catalanismo, que veía como uno de sus símbolos volvía a estar en el centro de la vida política. Ganaba el Gobierno Suárez, que frenaba con Tarradellas el peso y el protagonismo de socialistas y comunistas, así como de los líderes emergentes. Ganaban las élites económicas, que encontraban una figura que compensaba el impulso de las izquierdas catalanas. Ganaba la multitud menos politizada, que veía en Tarradellas una especie de abuelo providencial que transmitía calma y tranquilidad… Todo el mundo ganaba, menos la nueva clase política catalana, los Reventós, Gutiérrez Díaz, Pujol, etcétera. Pero estos no podían impedir el retorno porque el personaje iba unido a la institución. Madrid comprendió rápidamente que el hombre de Saint-Martin-le-Beau, un imitador de De Gaulle, jugaba por libre: «Se adaptó a la realidad -dice Sánchez Terán- con una facilidad pasmosa. Eso demuestra inteligencia y, sobre todo, garra política. Tarradellas era un político nato».

Según Manuel Ortínez, conseller del Govern Tarradellas y hombre de confianza del presidente republicano: «Cuando fui a ver a Adolfo Suárez, en 1976, para proponerle la operación retorno de Tarradellas, Suárez no sabía que existiera la Generalitat y todavía menos el señor Tarradellas». En pocos meses, el hombre que había mantenido el nombre de la Generalitat en el exilio se convirtió en una pieza fundamental de la transición. Política de gestos, donde el continente acaba siendo el contenido. El Govern de la Generalitat provisional tenía poquísimas competencias, pero un capital simbólico enorme. El primer párrafo del real decreto de restablecimiento dice esto: «La Generalidad de Catalunya es una institución secular, en la que el pueblo catalán ha visto el símbolo y el reconocimiento de su personalidad histórica dentro de la unidad de España». Por si acaso, la unidad de España, por encima de todo. Pero también una expresión que hoy no admitirían los vigilantes de las esencias: «Pueblo catalán». En aquellos momentos, todavía no existía la Constitución.

¿Un Tarradellas para esta hora? No lo hay ni lo encontrarán. Porque la sociedad catalana ha cambiado y, en Madrid, los que podrían moverse tienen miedo. Todos nos hemos hecho mayores y, por ejemplo, el espíritu inteligente del cardenal Tarancón ha sido sustituido por las amenazas de Rouco Varela.

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