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Francesc-Marc Álvaro | Ignatieff, només per a valents
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19 jun 2014 Ignatieff, només per a valents

Si ustedes creen que la democracia que vivimos no necesita reformas urgentes o si creen que la solución sólo la tienen partidos nuevos como Podemos y UPyD, no me sigan leyendo. Si ustedes aceptan dócilmente el marco dado o, por contra, hacen una enmienda a la totalidad del sistema, tampoco pierdan el tiempo. Porque les voy a invitar a ir más allá del espejismo que fabrica la colisión entre la vieja política y la nueva política, para huir de esa zona pantanosa donde el populismo inmovilista es combatido por el populismo que se pretende regenerador. Y lo haremos de la mano de Michael Ignatieff, intelectual canadiense que ha escrito un libro brillante e inusual -por su descarnada sinceridad autocrítica- en el que examina las claves de su fracaso como político tras aceptar meterse en un mundo que sólo conocía desde fuera y teóricamente.

Lo mejor de Fuego y cenizas (Taurus) es la frescura con que su autor nos ofrece una «crónica analítica» de su breve pero intensa carrera como líder del Partido Liberal de Canadá y candidato a primer ministro. Ignatieff elabora un moderno breviario para aquellos que quieran dedicarse a los asuntos del poder, como una puesta al día de El príncipe, de Maquiavelo, para las democracias avanzadas. Cínicos, fanáticos y mutantes (así como arribistas) absténganse de leerlo, porque no les gustará. Absténganse también vanidosos, resentidos y los que vivan más de la política que para la política, sin más remedio que obedecer siempre al capataz del aparato. Ignatieff es duro con toda esta fauna porque también es muy duro con sus errores de «aficionado» y sus decisiones equivocadas.

Hay muchísimas reflexiones en las páginas de este libro que serían de deseable aplicación en nuestros agitados predios. Además, debe tenerse en cuenta que el mayor atractivo de este texto reside en su carácter inusual. Por lo general, los que saben mucho de las tripas de la gran política no lo escriben o bien lo hacen maquillando con exceso, mientras los que querrían narrar fielmente esta selva no conocen con tanta profundidad y detalle sus abismos, ni han estado en el escenario como actores principales. Las memorias de la mayoría de políticos son decepcionantes.

Ignatieff admite haber pagado un precio por lo que aprendió en su aventura y añade que salió de su experiencia «con un acrecentado respeto por los políticos como clase y con una fortalecida fe en el buen juicio de los ciudadanos». Hay que ser valiente para defender esto cuando lo que más vende ahora es el expolítico que se pasea por tertulias de radio y televisión echando combustible a las hogueras de la antipolítica primaria, buscando el aplauso que le compense de sus sinsabores como antiguo empleado de esa «casta» que muchos denuncian. Ignatieff no sigue la moda: «Aprendí que uno no puede refugiarse en la pureza moral si quiere lograr algo pero, de igual modo, si sacrifica todo principio, uno pierde la razón por la que entró en política». Un mensaje que es demasiado pactista para unos y demasiado inflexible para otros, pero que contiene la clave esperanzadora de una reformulación cabal de la política democrática.

Proliferan hoy en la política de España y Catalunya las dimisiones, los relevos, las interinidades, las pugnas intrapartidistas, las desconfianzas y las escisiones. Así las cosas, a varios de los dirigentes que se van, a varios de los que dan un paso adelante, y a algunos que no sabemos si suben o si bajan les haría bien retener la siguiente idea del amigo canadiense: «La pregunta que un ciudadano se hace al determinar si otro ciudadano debe representarle es si esa persona es representativa de él mismo. Los votantes quieren que un candidato los reconozca, y los candidatos demuestran tal reconocimiento probando que son uno de ellos». Muchas derrotas se explican a la luz de esta circunstancia. Tal vez sea esperar demasiado que los Rubalcabas y los Rajoyes de turno tengan el detalle de pensar en todo eso. También me gustaría que algunos líderes catalanes se atrevieran a adaptar la conclusión a la que llegó Ignatieff tras estrellarse: «Renovar la cultura del partido implicaba vernos a nosotros mismos a través de los ojos de los demás». Exacto. Eso vale para Iceta y Rull, para Sánchez-Camacho y Herrera. Incluso para Junqueras, que tiene el viento a favor pero conoce las debilidades de su formación.

Al leer a Ignatieff -que siempre tiene a Max Weber en la recámara- nos damos cuenta de lo mucho que nos perdemos hablando de lo accesorio mientras lo esencial de la democracia (que define como «la política de los adversarios») se nos escapa de las manos. «Cuando entras en política -afirma el profesor de Toronto-, lo primero que debes hacer es asegurarte de que posees el derecho a ser escuchado y la autoridad para defender tu postura. Esto no va a garantizar tu elección, pero sin ello no tienes la más mínima oportunidad (…) Es un privilegio que los votantes le otorgan a uno. Es una forma no transferible de autoridad». ¿Cuántos de los que hoy nos piden el voto se han ganado este derecho a ser escuchados? Muy pocos, me parece. Como pocos son también los que encajan en la definición de buen político que da Ignatieff: «Ser responsable ante la gente que te eligió y ser responsable por tus acciones».

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