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Francesc-Marc Álvaro | Escòcia, un tabú que cau
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18 sep 2014 Escòcia, un tabú que cau

Los escoceses votan hoy con total normalidad si quieren ser un Estado independiente o quieren seguir formando parte del Reino Unido, y lo hacen de acuerdo con un pacto político entre las autoridades de Londres y las de Edimburgo. Estamos ante un ejercicio pacífico de democracia que, a principios del siglo XXI y en sociedades civilizadas, sólo puede despertar la tranquila admiración de cualquier persona de bien. Lo que pasa hoy en Escocia, al margen de cuál sea el resultado, deja bien claro que, en Europa occidental, cuando menos, las fronteras y las soberanías nacionales han dejado de tener el carácter sagrado de otras épocas. Hoy cae un gran tabú de la conciencia colectiva del Viejo Continente. Bruselas lo sabe. También Madrid.

En la capital española, el referéndum escocés ha generado muchos nervios. Un espectáculo que muestra a la perfección cuál es el drama de fondo de la cultura política española, más allá y más acá de regímenes, dictaduras y restauraciones. Incluso hemos visto a algunos periodistas de la Villa y Corte insultar a Cameron por no haber hecho como Rajoy ante el soberanismo catalán. Al parecer, los políticos demócratas que interpretan las leyes de manera flexible son la bestia negra de los vigilantes de las esencias. El cuadro de reacciones preventivas de la España oficial ante una eventual independencia de Escocia podría ser estudiado en varias tesis doctorales, algunas de ciencia política y otras de psicología.

Se ha hablado y escrito mucho sobre las diferencias y semejanzas entre el caso catalán y el escocés. No quiero insistir en ello, me interesa más una cuestión previa: no se ha subrayado bastante que la distancia mayor entre una y otra situación tiene que ver con el reconocimiento que los poderes del Estado constituido hacen o no hacen de una de sus partes. Mientras los poderes británicos aceptan que Escocia es una nación, tanto como Inglaterra, los poderes españoles no admiten que Catalunya es una nación. En el mejor de los casos, se utiliza «nacionalidad», término exquisitamente constitucional que nadie sabe qué significa. A menudo, los catalanes somos despachados con una etiqueta administrativa: «Sois una comunidad autónoma», lanza el tertuliano que mantiene que debe prohibirse cualquier consulta.

La elaboración del Estatut del 2006 confirmó que, aparte de agravios financieros, culturales y políticos, la clave del pleito catalán ha sido y es la negativa a reconocer que Catalunya es una nación. La lógica de Madrid es tan evidente como primaria: si negamos que los catalanes son una nación nos ahorraremos que nos pase como al Gobierno británico, que ha tenido que pactar con el nacionalismo escocés el mecanismo mediante el cual Londres podría dejar de decidir sobre la vida de algo más de 5.300.000 personas y sobre 78.387 km2. La premisa del reconocimiento del carácter nacional de Catalunya es inasumible para populares y socialistas. He ahí la enorme debilidad y la terrible inseguridad de los políticos que gestionan un Estado a partir de una ancestral concepción uniformista, centralista y de matriz castellana. Nadie recuerda la «nación de naciones» del socialista y republicano Anselmo Carretero, poco querido y leído por los dirigentes del PSOE.

El resultado de todo esto es negar la evidencia para eludir el problema. Sin embargo, si hacemos caso del francés Renan, la nación es un plebiscito cotidiano y, en este sentido, la sociedad que vive, trabaja y se organiza en este rincón del mapa actúa y se expresa como una comunidad nacional, que rebasa el corsé regional y plantea una serie de demandas al Estado del que forma parte. Con todo, el problema político no desaparece por arte de magia mediante la negación tozuda de una palabra: cuando mucha gente sale a la calle no hace nada más que recordar que la existencia de una nación no depende de lo que se escriba en una ley, por importante que esta pueda ser.

El escritor fascista español Ernesto Giménez Caballero tiene un texto, Cataluña y Escocia, basado en una conferencia pronunciada en Barcelona en 1953, donde escribe que «todos en España debemos algo a Escocia» y añade que «de todas las zonas españolas, fue Cataluña la más deudora a lo escocés». Después de la guerra civil, muchos pensaban que la nación catalana se había convertido en pura arqueología, un lugar donde el porrón, la sardana y cuatro versos en catalán fueran el recordatorio inofensivo de un pueblo que había osado jugar a las potencias y había salido trasquilado. Escocia y Catalunya, a ojos del literato y diplomático de Franco, eran «áreas románticas inolvidables» que habían dado «grandes escritores» y también «buenos sustos a ingleses y castellanos». Dos naciones que la prosa del ideólogo calificó como «zonas» y «áreas», sustantivos medio deportivos y medio militares, como tocaba. Deberíamos esperar muchos años para disfrutar de las crónicas de manifestaciones soberanistas redactadas por Pérez Andújar.

Un amigo mío está seguro de que, si Escocia alcanza la independencia, no será precisamente nada proclive a ayudar a Catalunya. Estoy de acuerdo. El club de los Estados tiene estas cosas y los catalanes tendríamos que tenerlo presente, siempre tan entusiastas a identificarnos con unos u otros. «Cada terra fa sa guerra».

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