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Francesc-Marc Álvaro | Del gris al negre?
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30 oct 2014 Del gris al negre?

Los que tenemos una cierta edad y memoria sabemos que la corrupción no es una novedad en España. Recuerden que uno de los gritos de guerra de Aznar para sacar del poder a González era «paro, despilfarro y corrupción». Hablo de cuando varios dirigentes del PSOE, confiados en que las mayorías continuadas serían eternas, utilizaron las palancas de la administración y los pasillos oficiales para financiar su organización de manera irregular y/o para enriquecerse. Uno de los pioneros fue el hermano de Guerra.

El PP, que se presentó como una alternativa impoluta en 1996, ha acabado igual o peor que su principal adversario. En Catalunya, los muchos años en el poder de CDC, Unió y PSC también han generado casos en que se mezclan el tejemaneje individual, las tramas de financiación partidista, el tráfico de influencias y una visión depredadora y feudal del juego electoral. El franquismo era un régimen corrupto, como toda dictadura, y la democracia ha engendrado una nueva corrupción que, en estos momentos, ha encendido las alarmas.

¿Por qué estamos ahora más indignados con los corruptos y los corruptores que hace diez o veinte años? ¿Por qué somos ahora más sensibles a los casos en que políticos, altos funcionarios y empresarios saquean los circuitos institucionales? ¿Por qué hoy decimos que la corrupción es insoportable? No me convence como respuesta principal la que utilizamos habitualmente, que se basa en la creencia de que la fuerte crisis ha hecho variar nuestro umbral moral. Si adoptamos como causa fundamental eso, deberíamos concluir que, en realidad, el motor de nuestra repulsa no es tanto una renovada conciencia democrática o un noble espíritu regenerador sino algo más próximo al resentimiento y al odio ante unos sectores que nos han engañado y han conseguido chupar la sangre del sistema. En algunas críticas airadas al corrupto de turno, se adivina una forma de envidia atávica, antes que la bandera de la virtud republicana que pone el interés general por encima de todo. El corrupto anima las rabias populares pero también engendra sentimientos inquietantes de admiración, que conectan con las zonas más oscuras de nuestra tradición y cultura políticas. Algunas apariciones últimas de Blesa o de Rato, por ejemplo, están enmarcadas en la narrativa del triunfador más que en la teatralidad humilde del arrepentido que teme el rechazo social. Por no hablar de Millet, impávida figura del pesebre. Hay que observar los gestos, analizar las frases.

El profesor Jorge F. Malem Seña, experto en corrupción, cita en uno de sus libros una clasificación propuesta por Arnold Heidenheimer a partir de la percepción que tienen de estos casos las élites y la opinión pública de cada país. Según este autor, podemos hablar de corrupción negra, gris y blanca. En la corrupción blanca, la tolerancia ante ciertos casos de la mayoría de las élites y de la opinión pública es alta y, por lo tanto, crece también el clima de impunidad. En la corrupción gris, la sociedad mantiene posiciones ambiguas, aunque puede haber sectores informados que pidan más mano dura, pero estos tienen una incidencia limitada; en general y hasta hoy, España y Catalunya han participado de este gris tan viscoso. Finalmente, en la corrupción negra, hay un fuerte consenso entre las élites y la opinión pública a la hora de perseguir y castigar de manera severa los comportamientos que revientan la credibilidad de las instituciones. ¿Estamos hoy ante una etapa de transición (en España y Catalunya) de la corrupción gris a la corrupción negra? ¿Será irreversible este cambio de percepción social de los corruptos y de los corruptores? ¿Hasta qué punto todo lo que ahora vivimos transforma la mentalidad de la ciudadanía sobre conceptos como responsabilidad, deber o verdad? No tengo respuesta, sólo soy capaz de mencionar lo que Malem Seña escribe a propósito del reino perverso de la impunidad: «El que cumple con las leyes pierde siempre», lo cual provoca desafección y la sensación de que los que no chupan del bote son tontos. «La democracia desfallece», concluye este estudioso.

Todo el mundo coincide en mostrar el festival de la corrupción como la gran puerta de entrada de los viejos y nuevos populismos. Ciertamente, hay una relación directa entre la fractura de credibilidad que provoca el saqueo desde arriba y la emergencia de vendedores de milagros. Con todo, hay que matizar, nos obliga a ello la gravedad de lo que nos rodea. La pista de aterrizaje de los partidos que nos quieren salvar aparece cuando se constata que no hay respuestas convincentes por parte de los líderes que deben dar la cara. Para entendernos: si Rajoy piensa que basta con pedir perdón por la corrupción desde el Senado, es que tiene asesores que no se merecen el sueldo. El ritual del perdón no soluciona nada en el mundo civil si no va acompañado de medidas drásticas que acrediten los discursos, siempre tardíos.

A raíz del caso Pujol, he escrito que CDC debía proceder a una limpieza general, con coraje, para eliminar con decisión las sombras que tapan el proyecto de este partido, que tiene unos votantes y unas bases que se merecen más claridad. Esto mismo vale para cualquier formación que deba hacer frente a situaciones irregulares, ilegales o claramente delictivas. No hay otro camino.

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