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Francesc-Marc Álvaro | Era una mentida
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04 dic 2014 Era una mentida

Los hechos. Hace un cuarto de siglo, cayó el muro de Berlín. Acabo de escribir una gran inexactitud. No cayó nada: la gente saltó el muro, los policías que vigilaban no dispararon y los políticos que gobernaban no supieron qué hacer. Con aquella noticia se puso punto y final a muchas cosas: a la guerra fría, a la división de Europa y también al proyecto de implantar sociedades comunistas en el primer mundo. Aquel lejano 1989 fue muy importante: pasaban cosas que nadie había predicho y a gran velocidad. Hasta entonces, el mundo parecía inexorablemente congelado en el diseño que habían hecho los líderes que habían surgido de la Segunda Guerra Mundial. Para buscar una historia supuestamente nueva, debías ir al Irán de la revolución chií o a la Nicaragua sandinista. Algunos lo hicieron. De sopetón, los alemanes de la RDA aparecían en nuestros televisores como marcianos buscando otro planeta.

El disidente checo Václav Havel -perseguido, torturado y encarcelado por el régimen comunista- recibió aquel año el premio de la Paz de los libreros de la RFA, pero no pudo asistir a la ceremonia celebrada en Frankfurt porque tenía prohibido salir de su país. El discurso de homenaje al escritor y luchador por la democracia lo pronunció su amigo francés Glucksmann, que no se engañaba sobre las debilidades de la sociedad capitalista pero levantaba acta del motivo que movía a muchas personas a escapar del paraíso del hombre nuevo: «Si vienen hacia nosotros es en cierta manera a reculones: ya no nos idealizan, nos admiran poco aunque nos envidien mucho, básicamente son empujados por una repulsión». Según Glucksmann, los que escapaban de los países comunistas «rechazan la lenta asfixia de una vida en la mentira». Hoy, la mentira cínica en nuestras sociedades es profundamente totalitaria, aunque se vista de liberalismo virtuoso. La mentira aplasta la esperanza y, sobre todo, boicotea el debate sobre lo que queremos y necesitamos.

Las ideas. El final de la guerra fría debería habernos hecho más sabios pero sólo nos hizo más listos. Gracias al anticomunismo primario perduró el comunismo estético de una parte de nuestras élites, que, prisioneras de la moral de geometría variable, podían denunciar los crímenes de las dictaduras latinoamericanas de derecha y callar ante los crímenes de las dictaduras europeas y asiáticas de izquierda. En Catalunya, el pujolismo renunció al combate de las ideas porque priorizó la construcción nacional y porque Pujol admiraba el compromiso histórico de la democracia cristiana italiana y el PCI. Aquello ha desaparecido, pero el aire de la época perdura en ciertos rincones. Al amigo Jordi Amat no le gusta que las ideas de Solé Tura reciban garrotazos hoy, lo cual es paradójico considerando los pocos que hemos visto y el peso asfixiante, en cambio, de ciertas interpretaciones. En la otra cara de la moneda, el tándem avispado que hoy dirige ICV no tiene nada que ver con la mejor cultura del PSUC, la que tenía sentido de Estado y era capaz de aplaudir -por ejemplo- a un burgués cuando este planta cara a su clase en defensa de los intereses generales.

Crecimos rodeados de los mensajes que nuestros maestros compraban al otro lado del muro, golosinas del espíritu. Después, sin embargo, no se reconoció la estafa que iba ligada a las doctrinas que enaltecían el socialismo real desde una terraza de Cadaqués. El curso 1986-87, el profesor Cruz todavía dedicaba la mayor parte de sus clases a las obras de Lenin; hoy, en cambio, enseña Hannah Arendt, actitud que modestamente aplaudo, a pesar de ser yo un soberanista incapaz de superar -parece ser- el pensamiento mágico. La superioridad moral que todavía señorea ciertos entornos locales proviene, en parte, del hecho de no haber registrado la caída del muro de Berlín ni nada que pueda estorbar la buena conciencia. Ahora, esta superioridad moral coloniza los planes de los que en otros tiempos fueron tildados de hijos del pujolismo por quienes daban carnets de izquierdismo desde Sarrià.

Los líderes. Admiré y todavía admiro a Havel. Era un campeón moral que aceptó aterrizar en política y, por lo tanto, convertirse en impopular. Era un luchador elegante que puso en práctica un anticomunismo progre que no podía ser reducido a la caricatura del Miami anticastrista y otros cromos. Havel era demasiado grande para que lo pudieran digerir las escuelas de verano del gauchismo profesional, tenía manías poco estimadas aquí, como ser partidario de la OTAN, hecho que sólo indicaba que él sabía historia y que no se fiaba de las palabras de según quien. Sobre el sentido de las palabras en un contexto totalitario escribió esto, para ser leído en el acto de Frankfurt que he mencionado: «No sé qué sucede en otros lugares, pero en mi país esta palabra -es decir, la palabra socialismo- se ha convertido en una porra con la cual, durante todo el santo día, unos cuantos burócratas nuevos ricos que no creen en nada no paran de pegar a sus compatriotas liberales, denominándolos ‘enemigos del socialismo’ y ‘fuerzas antisocialistas’. Efectivamente: en mi país esta palabra no es nada más que una fórmula pronunciada a la buena de Dios que vale más evitar si uno no quiere convertirse en sospechoso». El muro no cayó, fue la gente que dejó de obedecer a la mentira.

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