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Francesc-Marc Álvaro | Un moment fundacional
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19 mar 2015 Un moment fundacional

Mañana se cumplen 35 años de las primeras elecciones al Parlament después de la guerra. Una vez superado el prólogo de la Generalitat provisional presidida por Tarradellas, la ciudadanía eligió a los que tenían que construir y conducir el autogobierno de acuerdo con el Estatut que se había aprobado en 1979.

Uno. Los más veteranos recuerdan que, las semanas anteriores al día de los comicios, se explicaba el siguiente chiste: «En Catalunya hay dos hombres que no duermen, uno por si le toca gobernar y  otro por si no puede hacerlo; el primero es Joan Reventós y el segundo es Jordi Pujol». El candidato socialista era presentado como «el presidente de todos» y el nacionalista como «el hombre para levantar Catalunya, no para dividirla». El tercero era Josep Benet, que encabezaba, como independiente, la lista del PSUC, el gran partido de la clandestinidad. Los tres candidatos provenían del mismo magma de la resistencia antifranquista, demócrata, catalanista y católica. Contra todo pronóstico, ganó Pujol, a quien varios medios describían como «el banquero». El hombre que había invocado a San Pancracio (“doneu-nos salut i feina”) para atraer a las clases medias ofreció un pacto de gobierno a los socialistas, pero Reventós -que había visto como los suyos habían irrumpido con fuerza en los ayuntamientos- no lo aceptó. Aquella decisión marcó el campo de juego de la política catalana por muchas décadas.

Dos. Pujol fue investido president gracias a los votos de ERC y de Centristes de Catalunya-UCD, la formación de Suárez. A cambio, el republicano Barrera tuvo la presidencia de la Cámara. El líder convergente era el mal menor para las élites que tenían relación con los grandes intereses pero sabían que la derecha pura y dura (demasiado atada al régimen anterior) tenía un techo bajo en Catalunya. Solidaritat Catalana -que era el equívoco nombre de resonancias catalanistas que utilizaron los antecesores del PP- no consiguió escaño alguno, al igual que la candidatura Nacionalistes d’Esquerra, que planteaba la independencia y llevaba una lista llena de famosos del mundo cultural. Fomento del Trabajo jugó fuerte para intentar frenar los votos a «las opciones marxistas o marxistizantes». Muchos anuncios y mucho dinero. No era ningún secreto que ciertos sectores no querían que se repitiera el éxito que socialistas y comunistas habían tenido en las primeras generales de 1977 y en las municipales de 1979. La guerra fría tardaría mucho en finalizar, el ascenso al poder de Thatcher animaba a los socios locales de Fraga y todavía faltaban más de dos años para que la victoria de González demostrara que la socialdemocracia no era el coco.

Tres. Unas semanas antes del 20 de marzo, el semanario L’hora de Catalunya, próximo a los socialistas, especulaba sobre pactos y remarcaba que el PSUC «propugna la formula tarradellista de gobierno de unidad, si bien tampoco se cierra a otras fórmulas como un pacto tripartito PSC-CiU-PSUC» y añadía que «la fórmula PSC-PSUC es descartada tanto por el PSC como por el mismo PSUC». Los socialistas estaban convencidos de que ganarían y no deberían pactar con nadie. Si Josep Pallach no hubiera muerto en enero de 1977, quizás el mapa de partidos de Catalunya habría resultado diferente. Pallach era de la generación más joven que había hecho la guerra mientras Pujol era de la siguiente, la que se había encontrado con la derrota. ¿Habrían sido competidores o socios? Se dirigían al mismo público, trataban de articular el mismo espacio y ambos tenían en contra a la intelligentsia.

Cuatro. Siempre leemos el pasado con las gafas del presente, por eso ahora la mayor tentación es simular que, cuando estrenábamos el Parlament, ya sabíamos, de alguna manera, todo lo que pasaría después. Pero nadie sabía nada. Ni los que vivieron la transición con más intensidad. A la luz de las comparecencias en la comisión de investigación que se ha creado a raíz del caso Pujol, vuelvo a pensar en aquella maestra mía de la EGB que, a pesar de ser militante del PSUC, dijo en clase, ante las criaturas atónitas que éramos, que «si hay un hombre hoy preparado para ser president es Pujol». Mi maestra falleció hace ya unos años, se ha ahorrado contemplar el espectáculo de la Cámara catalana haciendo como que quiere saber la verdad cuando, en realidad, todo es un ensayo de juicio a una época mediante el psicodrama familiar. Las máscaras de algunos hijos caen mientras se ofrece venganza como catarsis. Los antipujolistas son zombis reanimados por el guiñol del primogénito, la madre y el resto. La fanfarronada y los silencios de los Pujol se convierten así en escupitajos contra una obra de gobierno. Y viejos caníbales sin dientes muerden el fantasma del patriarca a la búsqueda de una segunda juventud. Dentro de treinta años, nos daremos cuenta de que, como pueblo, estamos haciendo el imbécil y que deberíamos haber hecho como los franceses, que tienen sentido de Estado: dejar que los tribunales dicten sentencia antes de abrir las fosas sépticas de la transición en Catalunya. Como dice un amigo vasco, los catalanes somos tan peculiares que hacemos lo que no hará nadie más en toda España. ¿Se imaginan a González, Aznar, Zapatero o Rajoy -para no decir cabezas más altas- en una comisión parecida? No lo verán, ni gobernando el sector más indócil de Podemos.

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