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Francesc-Marc Álvaro | Província endins
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02 abr 2015 Província endins

Asuntos personales me han llevado lejos de Barcelona y de Madrid, a un lugar que podemos definir como «la provincia». España se puede entender desde la capital del Reino o desde los territorios dónde la vida pública es una mezcla de referentes madrileños y lealtades provinciales. Aunque las autonomías generaron por todas partes una red nueva de poder, símbolos y favores, resulta evidente que las viejas plantillas provinciales no han desaparecido y, en muchos casos, siguen definiendo los intereses, las prioridades y las luchas por el control institucional y las influencias civiles. La provincia -modernizada y pasada por los fondos europeos- es hoy el eje de España como lo era antes.

Pronto, en mayo, estas provincias hablarán en las urnas. Además de escoger alcaldes y concejales, elegirán a los gobernantes autonómicos. Será el momento de comprobar si el bipartidismo sufre o no un mal incurable y también se podrá medir si lo que se ha etiquetado como crisis del régimen de 1978 es tan profunda y aguda como se dice. Hablando con la ciudadanía y sin ninguna voluntad estadística, el viajero comprueba tres cosas que no son secundarias: el tiempo de la política provincial tiene poco que ver con las ansiedades madrileñas; las expectativas de la supuesta nueva política se viven con un escepticismo considerable; y los conceptos de corrupción y regeneración pierden solemnidad y ganan fatalismo. Mirando con microscopio, los fallos humanos del sistema democrático generan, tal vez, más fatiga que indignación.

En la provincia, la marca de los grandes partidos es menor que la personalidad de sus representantes. Es la persona el elemento determinante en el reparto del juego político y en la creación de las complicidades necesarias para impulsar proyectos. No obstante, sería incorrecto afirmar que las clásicas fronteras entre derecha e izquierda han sido superadas en beneficio de una salsa posmoderna de indefiniciones intercambiables. La huella de la guerra civil y el franquismo opera, en este espacio, como un elemento vertebrador de afinidades, con más fuerza de lo que se quiere admitir y de lo que la corrección política autoriza a subrayar. La memoria del conflicto tiene un papel implícito en la política provincial, lo cual no significa que las viejas trincheras sean habitables, pero introduce una rectificación suave sobre las mecánicas generales que habrían fabricado los consensos de la transición con respecto a los imaginarios que impactan en el voto. Ni reconciliación ni herida abierta, en un punto intermedio -¿indoloro?- dónde ciertos episodios pesan y no se dice o quizás sirven para marcar vacíos que, con el tiempo, se van calcificando.

El paisaje de la provincia recuerda al visitante que la inmigración, el turismo, la burbuja inmobiliaria, el paro y un crecimiento muy rápido han convertido a los políticos más cercanos en gestores de un futuro que no se deja reducir a la narrativa típica del que necesita votos. En el local de Caritas de un pueblo perdido en lo más profundo de la provincia, hay conversaciones que nunca aparecen en los medios, observaciones que no se quieren repetir ante cámara. En una localidad mediana, el Ayuntamiento aparece como el edificio más nuevo y más moderno, rodeado de casas sencillas y pisos bajos; las dependencias municipales son como un monumento a un futuro mítico que debía llegar con más facilidad y alegría de lo que ha sido. En un bar de comidas caseras, al mediodía, los clientes miran las noticias de una cadena privada que explica las últimas novedades sobre Bárcenas. En un restaurante sólo para turistas al lado de un campo de golf, la provincia se convierte en un no lugar detrás de la ventana, un planeta perdido.

Los diarios provinciales no hablan mucho de Madrid. Hacen mención -breve- de lo que pasa en Catalunya. Lo que llena las páginas es el hervor electoral de la zona y las tradiciones de la Semana Santa. El tono es bastante tranquilo, no hay dramatismos. La vida política del Reino, observada desde estas latitudes, aparece como un cuadro con más inercias y monotonía que descalabros y sustos. Los nombres de Iglesias y Rivera llegan con sordina como lo hacen los de Rajoy y Sánchez. Me costaría decir si el personal está muy o poco cabreado, las discusiones generales sobre España no acabaran de aterrizar en estas calles y plazas, como si la gente hubiera desconectado -¿preventivamente?- de lo que los grandes altavoces difunden.

Las Españas. Las provincias. Las ocasiones perdidas. Gente que se marchó y trabajadores que han llegado de América y África para hacer los trabajos que nadie quiere. El viajero pasa por lugares donde el tiempo es espeso pero todo funciona con eficacia de diesel. Las violencias de antaño han desaparecido y las leyendas remotas son tapadas por el ruido de las redes sociales. En tiempos de la postguerra, todo esto era un hoyo olvidado por Madrid; la miseria era tan obstinada que la pobreza parecía un ascenso social y muchos se marchaban sin mirar atrás. Llegan hoy importantes inversiones extranjeras a la zona y, desde hace tres décadas, hay una nueva clase media que recuerda todavía a unos padres y abuelos que no tenían nada y que habían sido excluidos automáticamente de cualquier sueño. Habrá que leer bien los votos de la provincia.

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