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Francesc-Marc Álvaro | No és una joguina
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21 may 2015 No és una joguina

Es una película de 1964 que fue muy bien acogida por la crítica pero no tuvo mucho éxito de público. La dirigió Franklin J. Schaffner –muy conocido por la mítica El planeta de los simios– y el guión era de Gore Vidal a partir de una obra suya de mismo título y argumento, estrenada en Broadway en 1960. The best man (traducida aquí como El mejor) plantea la lucha de dos candidatos muy diferentes durante unas primarias del Partido Demócrata de EE.UU. Al parecer, Vidal aprovechó la ocasión para reivindicar la figura de Adlai Stevenson, político del ala más progresista de los demócratas que intentó llegar a la presidencia del país sin conseguirlo, y para cargar contra las figuras de los republicanos Nixon y McCarthy y del demócrata Kefauver. Más allá de las referencias a la política estadounidense de la Guerra Fría, el filme es todavía hoy –a mi parecer- uno de los mejores productos que ha dado Hollywood sobre la política en general y la búsqueda organizada del poder. Tiene el tono justo para mostrar de manera inteligente de qué va lo que Montaigne despachaba como “el comercio de los hombres”. Se nota un aliento shakespeariano a la sombra del miedo atómico y del desengaño posterior al asesinato de J.F. Kennedy.

He visto The best man unas cuantas veces y siempre doy con algo nuevo. Henry Fonda hace un gran papel de los que dejan huella, sólo comparable al del personaje que interpreta (también un político) en Advise & Consent (Tempestad sobre Washington), otro filme político memorable, en este caso de Otto Preminger. Aprovechando esta campaña he vuelto una vez más a la cinta de Schaffner, un poco como terapia reparadora y un poco para buscar respuestas en los clásicos. Antes de las teleseries, ya había quien sabía abrir en canal la política mediante la ficción.

Después de volver a escuchar los diálogos brillantes de esta película, no puedo quitarme de la cabeza una frase que uno de los personajes suelta en un momento de máxima tensión dramática: “El poder no es un juguete que se le regala a un niño”. ¿Quién podría negar esta afirmación? Los casos de corrupción que han aparecido en los últimos tiempos en las Españas confirman que quién rompe lo que considera su juguete, tarde o temprano, tiene problemas. Queda claro que el poder no está hecho para jugar ni tampoco es ningún regalo, aunque las campañas –también esta- puedan sugerir justamente todo lo contrario. Diría que estas cosas son de una evidencia incuestionable para todo el mundo que se lanza a la piscina, lo saben los políticos de los partidos tradicionales y los que se presentan para vender una supuesta nueva política. Me parece, en este sentido, que ciertos brotes de ingenuidad magnificada no dejan de ser la cara B del cinismo macerado que quiere camuflarse. Los extremos se tocan y no hay trampa mayor en política que disfrazarse con el hábito de una autenticidad que se ofrece como garantía post-venta de buena gestión.

Pero quiero ir un poco más allá y preguntarme qué idea del poder tienen los que estos días aspiran al poder. No hablo de las ideas encapsuladas en los discursos (y fieles a una plantilla ideológica u otra) sino de la visión personal que de las servidumbres y límites del poder (o del gobierno, si somos menos solemnes) tienen los que quieren nuestro voto y figuran en una u otra lista. ¿Por qué propongo esta reflexión? Porque en ninguna actividad humana de una cierta responsabilidad excepto en política se acepta que alguien pase a la acción sin haber analizado antes el corazón oscuro del universo al cual quiere acceder. Para poner un ejemplo: si algunos médicos actuaran como lo hacen algunos políticos, muchos quirófanos y muchas consultas serían víctimas de un caos más que considerable. Y pongo otro ejemplo, todavía más extremo: ¿se imaginan militares profesionales enviados al combate sin haber pasado muchas horas estudiando qué es y qué no es la guerra y como organizarse bajo el fuego? No hablo de errores, claro. Hablo de algo más grave: de no saber exactamente qué se está haciendo y de no tener una conciencia clara de la distancia entre lo que pasa y lo que se pretende que pase con determinadas decisiones.

No estoy proponiendo gobiernos de técnicos ni todavía menos un examen para concejal y alcalde. La tecnocracia me da tanta grima o más que el populismo que nos quiere viviendo en asamblea permanente. Sólo me pregunto si el descrédito democrático también tiene relación con una concepción demasiado simple de lo que significa gestionar el interés general y convertirlo en una lista de prioridades y en un presupuesto. Hacer el presupuesto de un Ayuntamiento es el gran momento del poder provisional que los administrados cedemos a mujeres y hombres que se hacen cargo de todo. Esto parece muy obvio pero también se olvida fácilmente. Hoy, cuando las arcas municipales acostumbran a estar vacías, esta operación exige más habilidad y más tacto por parte de aquellos que están al frente de las instituciones.

Gobernar no es recibir un juguete nuevo aunque hay individuos, sectores y grupos que parecen vivir alegremente en este malentendido. Son los que hacen promesas más fabulosas y los que, después, tienden a transformar su mandato en un cúmulo de arbitrariedades, incumplimientos, dejadeces y excusas vacías de mal pagador.

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