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Francesc-Marc Álvaro | La número dotze
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10 sep 2015 La número dotze

Jaume Vicens Vives -más citado que leído- es utilizado a menudo para recordar a los descarrilados soberanistas que están equivocados. Pasa un poco lo mismo con Gaziel, con Joan Maragall y -sobre todo- con Tarradellas, de quien siempre se menciona aquella frase sobre el ridículo en política, que no se aplica -por ejemplo- a ministros que, en pleno siglo XXI en Europa occidental, hablan del deber del ejército cuando se les pregunta por unas elecciones. Lo cierto es que un poco de Vicens Vives siempre queda bien en un papel que quiera acogerse a los tópicos más celebrados sobre el seny y la moderación, unos conceptos que se retuercen a placer, hasta hacerlos sinónimos del inmovilismo y de la aceptación de un marco injusto y de un maltrato continuado.

Pero Vicens Vives, más allá del saqueo ideológico que se haga de su obra, debe leerse y releerse atentamente. ¿Qué diría hoy el gran historiador si estuviera vivo? No lo sé y tampoco lo saben los que lo utilizan como bandera y escudo. Si alguien analizó las insurrecciones catalanas con atención fue él, porque también armó -como es sabido- una teoría sobre el poder y los catalanes. En Notícia de Catalunya escribe esto: «Que Catalunya haya vivido en los cinco últimos siglos -exactamente, desde 1462- once revoluciones de importancia general -y con eso quiero decir citadas por los tratadistas extranjeros e incorporadas a los grandes manuales de divulgación- es un récord de una cierta entidad. Castilla sólo ha conocido nueve, y Francia, siete; los Países Bajos, cuatro, e Inglaterra, tres». Según Vicens Vives, «la persistencia del empecinamiento manifiesta que hay un resorte en la máquina profunda del país que no funciona lo bastante bien». El prestigioso intelectual murió en 1960, quince años antes del fin de la dictadura y con una mirada marcada por la experiencia de la II República y la guerra civil.

Si aceptamos el punto de partida de su análisis, hoy estaríamos viviendo la revolución número doce de los catalanes, que es pacífica y democrática, como corresponde a una sociedad abierta, desarrollada y a un soberanismo cívico, no étnico. ¿Revolución es una palabra exagerada aplicada a lo que tenemos delante? ¿Habría que hablar tal vez de revuelta o de rebelión? «Alguien ha escrito -advierte Vicens Vives- que Catalunya era un pueblo más bien rebelde que revolucionario, entendiendo por rebelión el estado de protesta permanente y por revolución el de protesta constructiva. Yo no lo creo, y pienso que A. Camus tampoco lo habría creído, él que consideraba la revolución como la destrucción de toda libertad y la rebelión como la conquista de la dignidad humana». Las categorías que nos propone el autor de Notícia de Catalunya son inevitablemente hijas de la memoria trágica de los treinta y de la posterior guerra fría, como lo es El hombre rebelde, el libro que Camus publicó en 1951 y que provocó la ruptura con Sartre y su entorno. Me parece que -con permiso de Vicens Vives- el proceso justamente modifica y redibuja las categorías mencionadas y las libera del determinismo de raíz psicologista y del contexto histórico polarizado en que fueron formuladas.

La apuesta por intentar alcanzar democráticamente un Estado catalán independiente es una protesta constructiva que no esconde que quiere superar definitivamente la protesta permanente, una actitud que articuló las reclamaciones del catalanismo -como mínimo- desde el Memorial de Greuges (1885) hasta el nuevo Estatut (2006), y que ha generado un subproducto conocido como victimismo, esencial en la dialéctica Madrid-Catalu­nya. Lo mejor del nuevo soberanismo es que entierra este victimismo a cambio del riesgo de mirar el rostro del Minotauro, como un pueblo adulto y capaz de autogobernarse plenamente en la nueva interdependencia mundial. Eso coincide con una globalización que flexibiliza la soberanía clásica, sobre todo en la UE. El Minotauro es el poder, a decir de Vicens Vives. Lo que estamos viviendo parece corregir la definición que hace de nosotros el historiador: «Un pueblo que se encuentra sin voluntad de Poder, sin ganas de ocupar el palacio y de manejar ninguna de las palancas».

Los hechos actuales son un híbrido de revolución (de terciopelo) y de rebelión (tranquila), en tanto que nacen de dos fuentes: la exigencia de repartir el poder y los recursos de una manera más justa y la necesidad de un reconocimiento colectivo que va ligado a aquella dignidad que Camus ponía en primer lugar. Una gran parte de la sociedad catalana se ha comprometido con estos objetivos. La doce es una revuelta/revolución que pone de acuerdo sectores diferentes y sensibilidades opuestas en beneficio de un interés general que se identifica con un cambio histórico de statu quo. Esto no tiene nada que ver con el 6 de octubre de 1934.

Es una batalla contra la resignación. Josep Fontana rescata un texto que el embajador de Austria, el príncipe Lobkowitz, escribió en 1765 en Description de la Principauté de Catalogne: «Los catalanes pasan por ser una nación laboriosa, llena de coraje y de amor por la libertad. Tuvieron más de una vez la idea de hacerse in­dependientes, siguiendo el ejemplo de los holandeses. Se ven todavía hoy pruebas de su industria en medio de los impuestos que los aplastan y de la dureza con que son gobernados». El Minotauro ya no da ­miedo.

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