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Francesc-Marc Álvaro | El darrer Semprún
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21 abr 2016 El darrer Semprún

Hay que volver siempre a Jorge Semprún. También cuando todo apremia y cuando nada pesa. Leo el último libro del gran escritor europeo -publicado póstumamente- y lo celebro como si fuera el descubrimiento de una voz nueva, a pesar de que todos los libros de Semprún son el mismo libro, que, a su vez, constituye una exploración inagotable de una vida de la que emergen infinitas historias. En Ejercicios de supervivencia, Semprún aborda -rodeándolo con la elegancia marca de la casa- el episodio de su tortura a manos de la Gestapo, antes de la deportación al campo nazi de Buchenwald.

Uno. Dejar lo vivido en lo esencial, escribir sólo lo necesario. Semprún parte la piedra, una vez más: «Mi experiencia personal me enseña que no será la víctima sino el verdugo -si éste se salva, sobrevive en una existencia posterior, aun anónima y aparentemente apacible- quien no se sentirá más en su casa en el mundo, por más que diga, por más que finja. La víctima, por el contrario, y no sólo si sobrevive a la tortura, incluso durante ésta, en todos los intersticios de tregua bienvenida, aunque efímera, la víctima aferrada a su silencio ve multiplicarse sus vínculos con el mundo, ve arraigar, ramificarse, proliferar las razones de sentirse-en-casa en el mundo». Antes, el autor ha dejado claro el perímetro de este conocimiento tan especial: «En Auxerre tuve la sensación, retrospectivamente, de no haber tenido nunca cuerpo. como si me encarnase en el dolor, como si éste me hiciese descubrir al mismo tiempo que mi cuerpo su fragilidad, sus miserias su finitud. Sentí tanto mi cuerpo que éste se convirtió, en cierto modo, en una entidad separada, quizá autónoma -peligrosamente autónoma-, como un ser distinto». Un cuerpo de apenas diecinueve años.

Dos. El deber y no el heroísmo, todo en minúscula. Semprún detesta la trompetería, el teatro épico. Toma el tiempo y lo dobla sin romperlo, varias veces, sin crear el relicario previsible con esos fragmentos de memoria cortante que acaban pulidos en sus manos. En su último libro, el autor cuelga un letrero de aviso para navegantes, a propósito de la escena -narrada ya en La escritura o la vida– en que los soldados estadounidenses dan con los prisioneros que se han liberado a sí mismos, tras la huida de los SS de Buchenwald: «Y es precisamente la intrusión de la realidad lo que resulta tan novelesco en el informe de los dos americanos. Yo soy la realidad, ¡imagínense! Tengo veinte años, la muerte comienza a alejarse de mí». La realidad de una biografía que imita los alardes de la ficción para entrar por la puerta de atrás de la verdad, sin que el testimonio se convierta en vigilante de una novela que da a lo histórico la densidad de lo intemporal, porque burla -siempre apurando en las curvas- las trampas de la memoria.

Tres. Empecé a dar clases de Periodismo cuando se publicó La escritura o la vida, hace de eso algo más de veinte años. Se trata de un título al que debo muchas cosas y me conecta con algunos rostros. Los entusiastas que estuvimos en la puesta en marcha de la Facultat de Comunicació Blanquerna de la Universitat Ramon Llull adoptamos ese libro de Semprún como una enseña y lo dimos a leer a unos estudiantes -hoy profesionales en diversos medios- que así descubrían, a la vez, el reto de explicar los hechos y la página más oscura de la Europa del siglo XX. Creíamos que el texto del veterano militante era una lección magistral sobre lo que hay más allá y más acá de la noticia, sobre los límites del lenguaje como herramienta para atrapar lo que sucede. Asimismo, cuando sólo llevábamos tres cursos en marcha, tuvimos la enorme suerte de que Semprún aceptara dar una conferencia en nuestras aulas. Lo presentó el amigo y colega Oriol Izquierdo, que se refirió a las lenguas como las verdaderas patrias de todos los escritores, algo que la prosa francesa de Semprún ilustra perfectamente. Ver a esos jóvenes de la post-transición escuchando a Semprún fue un viaje inesperado. A una pregunta sobre la actualidad de aquel entonces, el literato y activista se limitó a responder: «Es espuma del tiempo». Acertó, por supuesto.

Cuatro. En La escritura o la vida, el narrador se refiere -brevemente- a las torturas de la Gestapo que constituyen el motor de su título póstumo: «Los esbirros de Haas, el jefe de la Gestapo local, me colgaban en el aire, con los brazos estirados hacia atrás y las manos sujetas en la espalda por unas esposas. Me sumergían la cabeza en el agua de la bañera, que ensuciaban deliberadamente con desperdicios y excrementos». Una idea me persigue ahora: los torturadores de aquel miembro de la resistencia no sabían que estaban torturando a un hombre que, muchas décadas después, se convertiría en Jorge Semprún, el célebre escritor que aborda ese momento como un entomólogo de sí mismo, sin rencor ni resentimiento, sin gesticulación moral alguna, con la curiosidad de quien vuelve a un paisaje de la infancia. El torturador nunca sospechó que aquel acto execrable fundaba el relato que hoy nos ilumina.

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