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Francesc-Marc Álvaro | La regla i la revolució
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22 abr 2016 La regla i la revolució

La CUP de Manresa quiere que desde la administración municipal se difundan métodos alternativos al uso de los tampones y las compresas entre las jóvenes. El anuncio ha generado debate y, con gran rapidez, los cuperos y sus entornos han contraatacado haciendo saber que no se trata de un asunto de higiene íntima, sino de educación sexual, emocional, económica y medioambiental. Creo que tienen razón en este punto: no están hablando de otra cosa que de ideología, claro. La menstruación también sirve para luchar por su particular revolución, que –si hacemos caso de los votos del 27 de septiembre– tiene un apoyo sensacional en Catalunya. Tanto es así que nuestro país es el único rincón de ­Europa occidental donde el tipo de izquierda que representa la CUP tiene la llave de la estabilidad del Gobierno. En Grecia –hay que recordarlo– los homólogos de los cuperos abjuraron de las políticas de Tsipras, se escindieron y, finalmente, fueron castigados por los electores.

La CUP no tiene ni más ni menos ideología que el resto de los partidos. Hay que precisarlo para evitar más caricaturas de las puramente imprescindibles, concejal Garganté aparte. Los camaradas cuperos –salvo algunas admirables excepciones– tienen la piel muy fina cuando se les critica, especialmente si se hace con humor y sin aquel punto de paternalismo vergonzante que considera que “estos chicos tienen buenas intenciones, pero son algo duros”. Dicho esto, es evidente que la diferencia principal entre el escaparate ideológico de la CUP y el del resto de los partidos es la originalidad: por ejemplo, allí donde los poscomunistas clásicos colocan los conciertos con las escuelas que segregan por ­sexo, los cuperos nos sorprenden con la regla. En eso, los anticapitalistas demuestran ser mucho más organicistas que ICV y sus versiones remix. Quiero decir que la CUP –como toda utopía religiosa– ofrece una promesa de vida compacta, integral, y holística que regala respuestas claras ante todas y ­cada una de las facetas de la existencia, hasta las más íntimas, por lo que felicito sinceramente a los y las militantes de esta organización. Siempre he sentido envidia –yo que dudo a menudo– ante quien abraza una fe con seguridad.

Uno que dudaba siempre era Joan Fuster. Pienso en ello porque el de Sueca se reía mucho de la bicicleta de los primeros ecologistas, lo escribió en Serra d’Or. Como era un escéptico metódico, también impugnaba ciertas tendencias del progresismo del que formaba parte. En la bicicleta como dogma, Fuster veía la ingenuidad de los que pensaban que retornando al pasado podrían solucionar fácilmente los problemas de hoy. La revolución no es nunca rebobinar, venía a decirnos. Mi madre –que vivió la llegada de las compresas y los tampones como una liberación– abonaría la tesis fusteriana con contundencia.

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