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Francesc-Marc Álvaro | L’ interruptor democràtic
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12 sep 2016 L’ interruptor democràtic

Si algo ha hecho bien el nuevo independentismo es aprovechar de manera pacífica la calle para expresar el deseo de una parte muy importante –central y activa– de la sociedad catalana. Lo ha hecho de manera constante desde el 2012, aprovechando la Diada, que es una fiesta nacional anómala, dado que conmemora una derrota. Esta estrategia comunicativa ha sido un éxito: nadie puede negar que el movimiento partidario de una Catalunya independiente es un fenómeno social y político que ha conseguido la atención de la opinión pública internacional, especialmente la europea. Reciban o no al conseller Romeva en público, los principales responsables diplomáticos tienen ahora un buen conocimiento de lo que ocurre en Catalunya y de lo que hace y no hace Madrid ante una demanda vehiculada en términos de profundización democrática.

Cada Onze de Setembre sirve al independentismo para recordar con la evidencia de las manifestaciones multitudinarias que esto no es una manía de una camarilla aislada, sino una aspiración homologada –véase Escocia o Quebec– que vertebra a miles de ciudadanos de ideas, sensibilidades y procedencias diversas, vinculados por un cambio histórico de statu quo. Un cambio alimentado por una recentralización reaccionaria del modelo autonómico, por un españolismo que desprecia la diferencia, y por la actitud inquisitorial de los mecanismos de poder del Estado, empezando por el TC, que encendió la mecha cuando recortó el Estatut. De lo contrario, no se habría dado la conversión de tantos autonomistas a la secesión.

Si Rajoy no fuera quien es, si los dos grandes partidos no fueran como son, si la cultura política de Madrid no fuera la de la amenaza y el palo, y si demonizar a los catalanes no diera votos con tanta facilidad, el Gobierno del PP habría abordado la cuestión catalana haciendo política de veras. No lo ha hecho. Ha confiado en la brigada Aranzadi, en las contradicciones del bloque independentista y -sobre todo- en el eventual debilitamiento del sector más centrista de la estelada; de ahí el trato estilo Putin que da Interior al naciente PDC. Que eso –como las últimas palabras de García-Margallo– no genere las protestas de los demócratas de las Españas es más inquietante que la arbitrariedad sectaria oficial.

Tengo escrito que el 27-S fue una victoria importante de los partidos independentistas –impensable hace sólo cinco años– pero una victoria demasiado corta. Este es un punto que Junts pel Sí, la CUP, la ANC y Òmnium obvian. Hay que recuperar el discurso de Baños al saberse los resultados, fue un momento de sinceridad que echo de menos. Las manifestaciones nos dicen, una vez más, que el interruptor democrático de este proceso no está apagado, como algunos vaticinan. La gente no falla. Pero los líderes –con Puigdemont al frente– están obligados a repensar con inteligencia cómo llegar a la meta.

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